Sin las Sagradas Escrituras jamás podríamos saber nada ni de Dios, ni de Cristo, ni de la gracia de Dios, ni de la fe, ni del sentido y propósito de Dios para nuestras vidas.
El que los llamados “protestantes” o “evangélicos” confesemos y enfaticemos el lema de las llamadas cinco solas de la Reforma Protestante: Sola Escritura, Solo Cristo, Sola Gracia, Sola fe, Solo a Dios sea la gloria, siempre ha lugar a muchas discusiones con nuestros amigos católicos. No porque seamos nosotros (no, en mi caso) los que siempre estemos sacando el tema con afán de discusión, sino porque muy a menudo somos interpelados por ellos, con el tan conocido argumento de que, además de la Sagrada Tradición, es el llamado “Magisterio de la Iglesia” el que tiene la sola autoridad de interpretar el texto bíblico, dado que fue Jesús el que eligió al apóstol Pedro, para que fuera “la máxima autoridad”, “el jefe” o “Papa” de la Iglesia que el Señor fundó. Y aquí siempre se echa mano del conocidísimo texto de S. Mateo 16.13-20. Prueba de esto que decimos es la cantidad de trolls que se introducen en los medios digitales de carácter protestante, para negar lo expuesto y provocar discusión sobre dicho tema. Siempre con las mismas preguntas y/o afirmaciones:
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“La Biblia nunca habla de sola Escritura; “Sí, mucho sola Escritura” pero a la hora de interpretar la Biblia cada uno la interpreta como quiere”; “Sí, sola Escritura, pero ¿quién tiene la última palabra cuando hay desacuerdos sobre lo que enseña un texto bíblico?”.
Así se niega el principio de sola Escritura que, para nosotros nunca está “sola”, sino en unión con las otras cuatro solas, mencionadas más arriba. Cuatro enseñanzas-fundamentales, que también aparecen de forma meridianamente clara en las Escrituras.
Por nuestra parte, y aun contando con las dificultades que hemos de reconocer, preferimos quedarnos con la confesión de los principios emanados y establecidos en la llamada Reforma Protestante, y de los cuales hemos de destacar el primero de esa misma quíntuple confesión: “Sola Escritura”. Pero muy a menudo se nos dice que la declaración “sola Escritura” no aparece en la Biblia. ¿Y qué? ¿Alguien ha visto que aparezca en las Escrituras una-declaración-expresa-sobre-la-Santísima-Trinidad? Evidentemente, no. Pues lo mismo pasa con la aceptación de “sola Escritura”. Pero a continuación nos surge una pregunta: ¿Y por qué el primer principio sería “sola Escritura” y no “solo Cristo” o “a Dios sea la gloria”?
Mi respuesta es muy sencilla. La razón de que Sola Escritura se pusiera en primer lugar, tiene que ver con el hecho de que a ella la recibimos como palabra de Dios y, por tanto, es la que nos informa de los demás principios. Sin las Sagradas Escrituras jamás podríamos saber nada ni de Dios, ni de Cristo, ni de la gracia de Dios, ni de la fe, ni del sentido y propósito de Dios para nuestras vidas. Por tanto, el principio de Sola Escritura se hace esencialmente necesario para nosotros a fin de que, puesto en práctica, arribemos a todo aquel conocimiento especial (valga decir: Revelación divina) que nos está reservado por el mismísimo Dios.
Aunque podríamos dar razón de cada una de las declaraciones de las cinco solas, he aquí algunas de las razones por las cuales creemos y confesamos el valor del principio de la “sola Escritura”:
Sola Escritura, para llegar al “conocimiento de la salvación que es por medio de la fe en Cristo Jesús” y para que mediante un proceso en el cual intervienen las Escrituras inspiradas, el creyente pueda adquirir la madurez necesaria para el servicio a Dios y al prójimo ("ªTi.3.15-17). Este doble propósito, por sí mismo, sería más que suficiente para estimar el principio de “Sola Escritura”, puesto que las Escrituras siempre nos llevarán al conocimiento y la aplicación de los demás principios mencionados, como son la gracia de Dios, la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo y la gloria de Dios.
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Sola Escritura, porque sabiendo que Jesucristo es el centro de la misma (J.5.39; Lc.24.27,44-45) conocerla y obedecerla es una muestra de respeto y amor al mismo Señor Jesús, tal y cómo Él nos enseñó (Mt.4.4; J.14.15,21-23; 15.7,10,14; 17.8,14,17,19). Por tanto, centrar toda nuestra atención en las claras enseñanzas de nuestro Señor Jesús, y el ejemplo de sus discípulos -después apóstoles- no debería llevarnos a error; aunque algunas veces y aun con cierta frecuencia se den en el pueblo de Dios. Algo que no es irremediable. Sobre todo, si tenemos en cuenta el espíritu de humildad que debe sustentarnos y el deseo de ser corregidos por el Espíritu de Dios y a través de otros miembros de cuerpo de Cristo.
Sola Escritura para determinar que la verdadera iglesia de Cristo nunca estuvo en el corazón de Dios y de su Hijo Jesucristo que llegara a ser un estado político. Y esto por mucho que se quiera defender y justificar a ultranza, por parte de sus defensores. Si la Biblia y la Historia enseñan algo, no es precisamente que la Iglesia de Cristo haya sido llamada a lo que luego llegó a ser. De ahí la importancia de defender el principio de “Sola Escritura” y que toda “tradición” que no se ajuste al principio de la “sola Escritura” y que la contradiga, deba ser desechada.
Sola Escritura para ver con diáfana claridad que el sacerdocio perteneció al sistema del Antiguo Pacto (o, Antiguo Testamento). La sola lectura y consideración de la Epístola a los Hebreos, echa por tierra todas las pretensiones de cualquier institución, por muy antigua que sea, que defienda el sacerdocio dentro de la Iglesia de Cristo, excepto el de Cristo mismo, como nuestro “Sumo Sacerdote” (Hb.4.15; 7.17-28) y el de todos los creyentes en Cristo Jesús; pero nunca el de una clase sacerdotal especial, diferente al pueblo de Dios y que actúen como mediadores entre el pueblo y Dios (1P.2.9-0; Apc.1.5-6; 5.10): “Porque hay un solo Dios y un solo Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre…” (1ªTi.2.5-6) quien nos abrió el camino “al lugar Santísimo” (Hb.10.18-23)
Sola Escritura para ver que una doble tradición como es el celibato forzoso del clero y el voto de obediencia absoluta al Papa y a los obispos, por parte de los sacerdotes y componentes de las órdenes religiosas, sean hombres o mujeres, está en contra de lo que de forma clarísima vemos en en el Nuevo Testamento. Por una parte, el celibato forzoso del clero fue introducido como obligatorio en el siglo XII y confirmado posteriormente en varios concilios. Sin embargo en las Escrituras no aparece esa imposición por ninguna parte. Al contrario, las enseñanzas dadas por los apóstoles Pablo y Pedro en las iglesias, la cuestión del celibato era algo totalmente libre, y más excepcional que común y general; y esto, tanto por la vía de la enseñanza como por la del ejemplo (1Co.7.7-9; 9.5; 1ªTi.3.1-5; Tito 1.5-6).
Por otra parte, si se hubieran seguido las sencillas instrucciones que se nos enseñan en las Sagradas Escrituras, sin duda se hubieran evitado muchos sufrimientos y peligros para aquellos y aquellas que, habiendo tomado el voto del celibato, sin tener ese don, cayeron en grandes tentaciones con los consecuentes escándalos. De ahí el abuso de miles y miles de niños, la relación con mujeres de las órdenes religiosas o de fuera de las mismas, y aun la práctica de la homoxesualidad. Cierto que estas cosas se han dado también en otras confesiones religiosas. Pero abundan mucho más allí donde, por una negación de lo que enseña la “sola Escritura” se impone por el poder de la “máxima autoridad espiritual” avalada por una “tradición” que vino a invalidar la Palabra de Dios. Pero al respecto el Señor Jesús dijo algo sobre el tema de las tradiciones humanas que invalidan la Palabra de Dios (Mr.7.6-13).
Por otra parte, esas son exigencias –entre otras- que caracterizan a las sectas religiosas más peligrosas, que también están a la orden del día. Nada nuevo. Ya lo anunció previamente el Apóstol Pablo. (Ver, 1ªTi.4.1-5; Col.2.20-23)
Sola Escritura, para demostrar que aquella “piedra” a la cual Cristo se refirió cuando le dijo a Pedro “sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mt.16.13-20) no era Pedro, sino la confesión que él había hecho, previamente, acerca de Jesús: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt.16.116). Y esto se demuestra, facilmente, recurriendo a todo el contexto del Nuevo Testamento y aún a parte del Antiguo Testamento. Eso no le quita importancia al hecho de que el apóstol Pedro mismo fuera una “piedra” importante en el edificio de la iglesia de Cristo, tal y cómo indicó el Maestro, cuando le cambio el nombre a Pedro (en arameo, Cefas) (J.1.42). Pero “la piedra” a la cual se refería Cristo y sobre la cual edificaría su Iglesia, era él mismo.
Confieso que después de mi conversión a Cristo Jesús, a los 22 años, me costaba entender ese texto, dada mi educación religiosa desde la niñez. Pero una vez que leí todo el Nuevo Testamento, me quedó la cuestión meridianamente clara. Si vamos al libro de los Salmos, hay unas palabras allí que el mismo Señor Jesús usó en relación consigo mismo y donde se hace referencia a “la piedra que desecharon los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo” (Sal.118.22-23). Palabras estas que fueron aplicadas por Cristo a los religiosos de su tiempo que buscaban ocasión para matarle. Así mostraban su rechazo y que le “desechaban” tal y cómo anunciaba, proféticamente, el salmo de referencia. Pero luego, el profeta Isaías (28.16) también se refiere al mismo tema, destacando la importancia de “una piedra” que el Señor pondría “por fundamento” de un “edificio” que aun no estaba claro cuál sería, pero que, en los evangelios, aquella piedra que había sido usada como metáfora se revela como una persona, y “el edificio”, el mismo pueblo de Dios, es decir la Iglesia, tal y cómo se enseña a las epístolas, principalmente, las del apóstol Pablo. De ahí que el mismo Señor Jesús usara aquellas palabras del Salmo 118 y que ya hemos mencionado (Mt.21.42-46; Lc.20.9-19).
Pero luego, el apóstol Pedro y Juan usarán esa misma Escritura para validar a Cristo como el Mesías, ante el liderazgo religioso que los había apresado (Hch. 4.11-12). Sin embargo, no queda ahí el testimonio de Pedro. Él mismo echará mano nuevamente del Salmo 118 y de la profecía de Isaías, para mostrar que Jesús es “la principal piedra del ángulo, escogida y preciosa…” (1P.2.4-8). Todo este testimonio escritural cobra muchísmo valor, dado que viene de la mano del propio apóstol Pedro, a quien se le atribuye una autoridad, un poder y una función que el Señor no le dio. Porque si hubiera sido así, sin duda, Pedro lo hubiera ratificado con declaraciones meridianmente claras; pero no lo hizo.
Por otra parte, el apóstol Pablo hace referencia a la piedra que es a su vez el “fundamento” sobre el cual descansa el edificio de la Iglesia. Esa piedra o fundamento, es Cristo”. No el apóstol Pedro; ni siquiera “como cabeza visible”. (1·Co.3.9-11; Efesios, 2.20-22).
¡Qué oportunidad perdió el apóstol Pablo cuando presentó todo lo relacionado con la Iglesia: su estructura, sus ministerios, los dones espirituales, su funcionamiento, etc., etc., que no tuvo en cuenta que Pedro era la autoridad máxima de la Iglesia, para que las Iglesias lo supieran! ¿O quizás fue el Espíritu que inspiró a Pablo el que se le “olvidó” mencionarlo? No. Más bien es que, reconociendo que el apóstol Pedro tuvo un papel relevante en relación con los demás apóstoles, no fue como se ha dicho y se dice “la máxima autoridad”. De otra forma, ¿Qué diremos de su sumisión a los demás apóstoles, cuando éstos les encargaron una misión, tanto a Pedro como a Juan? ¿No tendría que haber sido Pedro como máxima autoridad el que encomendara la misión a otros? (Hch.8.14) ¿Qué podemos decir del primer Concilio cristiano, celebrado en Jerusalén, para tratar un asunto en el que estaba en juego la comprension sobre el tema de la salvación, por medio de la gracia de Dios y donde al parecer, fue Jacobo y no Pedro (aunque él tuvo una relevante participación) el que presidió aquella asamblea? ¿Qué diremos de aquella ocasión, cuando el apóstol Pablo tuvo que reprender a Pedro, públicamente, cuando éste cayó en un comportamiento hipócrita? (Gál.2.11.15) ¿Y qué diremos cuando el apóstol Pablo al mencionar a algunos siervos de Dios, no resalta su autoridad sino su condición de “siervos”, incluido el apóstol Pedro, poniéndole al mismo nivel que los otros y sin que su liderazgo estuviera por encima de los demás? (1ªCo.3.6-7).
Luego, el tema de “las llaves” concedidas por el Señor a Pedro (Mt.16.19) ¿acaso no las usó el apóstol (¡el primero!) en relación con la predicación del Evangelio, para abrir las puertas de la salvación, primero al pueblo de Israel, en Pentecostés (Hch.2.14-42) y luego a los gentiles en Hechos 10, en la casa de Cornelio? Lo malo es que, al asunto de las “llaves” se le ha dado y reconocido una extensión “universal” en este mundo y en el otro, que nunca estuvo en la mente del Maestro y Señor Jesucristo. Por tanto, que la formación del papado y todo ese sistema de gobierno episcopal, piramidal, fue un proceso, basta leer solo un poco de historia de los cinco primeros siglos y ver la evolución desde lo que fue la Iglesia Primitiva del primer siglo y gran parte del segundo, hasta llegar a ser lo que, corriendo el tiempo, llegó a ser.
Por tanto, después de más de cinco décadas sigo pensando que “las cinco solas” de la Reforma, siguen teniendo vigor y valor permanente: Sola Escritura, Solo Cristo, Sola gracia, Sola fe, Solo a Dios sea la gloria. “Sola Escritura” siempre será la base de nuestro conocimiento de las otras cuatro “Solas”. “Solo Cristo” siempre nos señalará a la persona y la obra del Señor Jesús como el centro de la Revelación divina, es decir las Sagradas Escrituras. Él es la medida de todas las cosas; el Alfa y la Omega. “Sola gracia” siempre nos recordará que delante de Dios no hemos de tener ninguna pretensión, puesto que todo depende solo de su gracia. “Sola fe” siempre nos recordará que “sin fe es imposible agradar a Dios” y que la fe siempre será el medio para recibir, no solo la salvación, sino para vivir la vida que agrada a Dios (Hb.10.37-38; 11.6). Y “solo a Dios sea la gloria” enfatiza y nos recuerda que nuestra razón de ser y de vivir solo tendrá sentido si reconocemos, buscamos y perseguimos la gloria de Dios, en todo.
¡A Él sea la gloria!
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