Era una especie de pueblo configurado con retales de diferentes modelos de casas y figurillas.
Y cada año, con mamá al frente, en casa se armaba el Belén, aquel nombre que significaba Casa del Pan, el mismo que escaseaba en la nuestra.
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Era una especie de pueblo configurado con retales de diferentes modelos de casas y figurillas. Ponía a los cabezones repartidos por las montañas de corcho y, aunque se empeñaba en que así serían menos visibles, el resultado era todo lo contrario. Los de cara estilizada o espirituales según su opinión, aquellos con la mirada lánguida, iban a la entrada del portal, para dar respeto al misterio que se hallaba en su interior. Luego estaban las figurillas defectuosas, cuyo lugar se hallaba detrás de alguna rama seca que salía a buscar entre los naranjos plantados en las aceras del barrio. El manco y el cojo, dos veteranos de guerra, eran como de nuestra familia por la pena que daban, y ojito con burlarse de los defectos físicos o mentales de nadie, ¿eh? Mamá era muy estricta en esto. Y no faltaba el click de Playmobil si es que había que sustituir algún soldado de Herodes. Recuerdo el año que mi madre no encontraba ‘el caganer’ que, aunque sin tradición cristiana, lo inventaron los catalanes y nos servía como nota de humor o como recordatorio de la parte humana que todos tenemos. Le tenía mucho cariño porque había vivido varios años en Cataluña y en su lugar colocó un click sentado sobre su propia caca, o sea, lo que se suponía que era aquel pegote de plastilina marrón. Aquel año, sin dejar de buscar al verdadero muñeco, mi madre no dejaba de quejarse de la hechura del click, incluso escribió a la fábrica quejándose de que los pobres no tuvieran la opción de acuclillarse.
A primeros de diciembre sembraba lentejas en un plato de porcelana para ponerlas ya crecidas en el huerto. Desistió de los garbanzos porque se inclinaban con facilidad hacia la luz de la ventana y los tallos parecían borrachitos que no conseguían mantenerse en pie, y para ella eso era una falta de respeto para el Niño Jesús.
En la pared pegaba dos murales. En uno estaba nevando, el otro lleno de estrellas. Sobre ellos sujetaba varios folios con textos bíblicos proclamando el nacimiento y, en el espacio sobrante, poco, la verdad sea dicha, trozos de algodón simulando nubes, aunque el paisaje fuera nocturnos las nubes eran de un blanco impoluto.
Al final le metía mano al alumbrado. Las luces estaban en línea recta, compartidas entre el Belén y la parte central del árbol, porque también teníamos un árbol con bolas diferentes, excedentes de rebajas y, como eran de cristal, las rotas las ponía disimuladas en la parte trasera para que no se vieran, pero llenaban huecos, que era de lo que se trataba. No había para más. Terminaba poniendo alrededor siete y ocho tiras de colores como linde entre el pueblo y el resto del salón. Una cosa era una cosa, y la otra era la otra.
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Mi madre era genial dándole forma a todo aquello. Ni un detalle le faltaba al Belén, los que tampoco le faltaban a mi madre en su manera de ser. Hace años que no está. Una Navidad decidió marcharse con los mismos ángeles que anunciaron el nacimiento del Niño, o a saber si fueron ellos los que decidieron llevársela para no regresarla nunca. Y soy yo, la firmante, quien heredó algunas de sus cosas, la lata con sus colección de botones de nácar, los zarcillos pagados a plazo que mi padre le regaló para la boda, el baulillo que guarda el Belén como si fuese un tesoro de batiburrillos de otro tiempo y que, desde que ella desplegó sus alas, no he sido capaz de abrir.
Feliz Navidad para todos y que usted lo arme bien.
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