Parece que hemos aprendido que el dolor y la pérdida de un ser querido se llevan dentro, que no hay que andar justificándolo.
25 de noviembre, Día internacional contra la violencia hacia las mujeres
Esta claro que las prendas y las costumbres del luto fueron diseñadas con ensañamiento hacia las mujeres. Era de absoluta obligación que toda su carne estuviese cubierta de negro, incluido el rostro por un velo opaco. Daba penita verlas. Lo considero un maltrato más ya que, a los hombres, apenas se les exigía una banda negra en el brazo, un botón en la solapa o una simple corbata negra durante algún tiempo infinitamente más corto.
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Parece que ha pasado mucho tiempo, algunos ni lo recuerdan, los más jóvenes no lo han vivido, pero las mujeres estaban obligadas a cumplirlo rigurosamente cada vez que moría algún miembro de la familia, y las familias eran largas, mucho más que las actuales.
La regla de las primeras semanas era no salir de casa bajo ningún pretexto, y a ninguna se le ocurría infringirla. Ver televisión, en caso de que la hubiera, o escuchar la radio, estaba prohibido, más aún si se trataba de música. Las afectadas no podían esbozar sonrisa alguna. Se les permitía hablar, pero en voz baja. El luto obligaba al silencio. Y alguien les hacía el favor de hacerles la compra mínima y sin lujos (en caso de que pudieran permitírselo). Se sintiera o no, la pena había que demostrarla.
Fuera verano o invierno, era obligatorio el mencionado velo que cubría por completo la cabeza, las medias tupidas, los zapatos cerrados y sin tacón, las enaguas, el vestido de manda larga (el pantalón no era prenda de mujer).
No recuerdo ahora, quizá alguna lectora o lector guarde memoria, cuánto tiempo correspondía por cada familiar, pero sí sé que para los padres era una cantidad de años determinada, para los hermanos otra, para los hijos, para los abuelos, para los suegros, los cuñados y así hasta el infinito y más allá. Cumplida una fecha determinada, comenzaba el alivio de luto. El velo desaparecía, las medias no tenían que ser tan opacas. Pasado de nuevo el tiempo correspondiente, llegaba por fin el medio luto. En el vestido podían aparecer adornos con colores discretos, más bien oscuros, grises, marrones. Más adelante se permitían unas motitas de color blanco en la prenda nueva. No se necesita explicar el cambio que suponía verse en el espejo después de años de oscuridad absoluta, incluso les daba vergüenza salir a la calle porque la mente se había acostumbrado a ella.
Para una mujer, saltarse alguno de estos pasos hacía que fuera mirada casi como delincuente. Era juzgada por todos. No faltaba el espía que contaba los meses o los años del fallecimiento mucho mejor que la interesada, el familiar que llevaba la cuenta de si se cumplía o no a rajatabla. Por eso, para que la enlutada no estuviese en boca de la gente, preferible era pasarse de tiempo que quedarse corta.
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Por todas estas normas, mi abuela María fue vestida de luto desde su nacimiento. Le pusieron dos lacitos negros en las muñecas por la muerte de algún familiar cuyo parentesco no recuerdo pero debía ser cercano. Al ser la más pequeña de un numeroso grupo de hermanos, a todos vio morir. Después les tocó marcharse a los parientes cercanos y un largo etcétera que le impidió, de por vida, vestir los colores con los que me habría gustado verla. Cuando al final de sus días se quedó ciega, el color de la ropa ya no suponía para ella ningún problema, pero en su memoria permanecía esa pena.
Las costumbres han cambiado. Parece que hemos aprendido que el dolor y la pérdida de un ser querido se llevan dentro, que no hay que andar justificándolo, que quienes nos aman lo comprenden, nos apoyan y que la pena verdadera no está contenida ni representada por ningún color ni se somete a normas. Sin embargo, todavía existen costumbres sociales que maltratan.
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