El tweet de Dios sobre la diligencia y las prisas

Las prisas son una característica de la vida urbana, que con su trepidante ritmo impone una frenética celeridad a quienes viven en las ciudades, siendo seguramente tales prisas una de las causas desencadenantes de algunas enfermedades físicas y psíquicas que a tantos aquejan. Llegar a los sitios, sobrellevar los atascos, correr de acá para allá para tomar el autobús o el metro que se escapa, a fin de cumplir las tareas diarias, en un ambiente cargado de competitividad, que sólo busca rentabilidad y resultados, desemboca necesariamente en un estado de tensión y nervios que termina por afectar al corazón y la mente. Recuerdo que cuando con mi familia llegamos del pueblo para vivir en la ciudad a principios de los sesenta, una de las frases que se me decían era: ‘¡Espabílate, que estás en Madrid!’

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Y es que cuánta diferencia hay entre la vida en una ciudad y la vida en un medio rural. Por eso hay quienes, si pueden, cambian su residencia para irse a vivir a un pueblo, porque la tranquilidad y el reposo que se respiran, el contacto con la naturaleza, lejos del humo y el ajetreo, y la pausada cadencia con que se toman las cosas, son ventajas que no tienen comparación. De ahí que estén de moda las casas rurales vacacionales, algo impensable no hace tanto tiempo, donde lo que se busca es desconectar de la ciudad y estar en contacto con el campo.

Mas resulta que las prisas no sólo están en la calle; también se han metido de lleno en nuestras casas, porque allí adonde ha llegado la tecnología han llegado ellas, dado que la tecnología está hecha para ahorrarnos tiempo. Por tanto, de lo que se trata es de hacerlo todo a una velocidad de vértigo, donde sólo el respirar sea más rápido, no haciendo falta salir a la calle para contagiarse de las prisas, porque ya están metidas dentro del cerebro.

Pero sería erróneo concluir que las prisas son patrimonio exclusivo de nuestra forma actual de vida, pues han estado ahí desde casi el principio del mundo. Dada la brevedad de la vida humana, muchos han hecho del apresuramiento su norma, para alcanzar rápidamente los objetivos que se han propuesto, a fin de gozar de los mismos el mayor tiempo posible. Y así es como la ambición desmesurada y la codicia desaforada, han sido el equivocado y apresurado motor que los ha movido, siendo el mundo del dinero y del poder muy proclives a este tipo de premura. Por eso, grandes logros, conseguidos en una fracción pequeña de tiempo, también han sucumbido en un suspiro. Que Alejandro Magno se hiciera con el control de medio mundo en el transcurso de unos años, no impidió que a su inesperada y temprana muerte su imperio se deshiciera en manos de sus generales. Lo que rápidamente acaparó, más rápidamente se deshizo.

Pero frente a las prisas se levanta la diligencia. A primera vista parece que prisas y diligencia son sinónimos, pero nada más lejos de la verdad. Prisas y diligencia están muy lejos de parecerse. Las prisas lo quieren todo ya. La diligencia trabaja y actúa con paciencia y constancia, sabedora de que las cosas que merecen la pena tardan en conseguirse. Las prisas se saltan las normas, esquivan la tardanza y odian las dificultades, porque la inmediatez es su lema. En contraposición la diligencia se pone en marcha, se arremanga la camisa, no se arredra por los obstáculos, avanza lenta pero inexorablemente y va sumando poco a poco. No es apresurada, sino que es solícita; no es acelerada, sino que es esmerada; no es alocada, sino que es activa; no es imprudente, sino que es reflexiva.

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Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Los pensamientos del diligente ciertamente tienden a la abundancia; mas todo el que se apresura alocadamente, de cierto va a la pobreza.’ (Proverbios 21:5). Los pensamientos son las ideas y planes que tiene el diligente, los cuales, llevados a la práctica, tienen como fin la abundancia, que no sólo tiene que ver con la cantidad sino con la calidad, con la excelencia, porque la aspiración del diligente es lo elevado. Ahora bien, lo que es sobresaliente demanda mucho esfuerzo y requiere mucho tiempo, lo cual exige gran paciencia. Por eso, si siempre hubo pocos diligentes, menos hay ahora, cuando todo se quiere instantáneamente. Pero la diligencia tiene su recompensa, lo mismo que la pereza tiene la suya. La segunda parte del texto afirma que el apresuramiento acaba en pobreza, porque nada que esté bien hecho puede ser realizado con prisas. Las prisas tienen como resultado cosas mal hechas y eso en todos los órdenes de la vida.

En cierta ocasión Jesús habló de dos hombres que edificaron sendas casas, pero mientras que uno la edificó sobre la roca, el otro la edificó sobre la arena. El primero fue diligente, el segundo apresurado. El primero se puso manos a la obra, cavando hasta dar con el cimiento estable, lo cual le llevó su tiempo y sudor; el segundo tenía mucha prisa por terminar e hizo su trabajo rápidamente. Los resultados, cuando llegó la prueba, pusieron a cada uno en su sitio. Toda una lección imperecedera que es necesario aplicarse, no sea que llevados por el torbellino de las prisas acabemos arruinados, en el peor sentido que se pueda imaginar.