La historia está llena de ejemplos que indican que sin la ley y el respeto a la misma, estaríamos a favor de lo peor que se pueda dar en el género humano. Y todo a causa de la codicia.
Hace unos cuarenta años, un camión de gran envergadura volcó en la autovía que pasaba a unos sesenta metros a lo largo de nuestro barrio. Dicha autovía estaba recién terminada, y aún no habían puesto las vallas ni plantado los árboles que servirían de impedimento para que las personas tuvieran acceso fácilmente a la misma, mientras que los árboles una vez crecidos, amortiguarían gran parte del ruido de los coches y camiones al pasar. El acceso a la autovía se hacía a través de una cuesta empinada de unos 8 á 10 metros.
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El caso es que el camión accidentado iba cargado de cajas de zumo de cierta famosa marca que, debido al accidente habían quedado desparramadas por aquella parte de la autovía y fuera de la misma. Enseguida se cundió la voz (algún “listillo” la daría) de que en un caso así, la carga que quedaba dañada la pagaba el seguro del camión. A decir verdad, sólo un pequeñísimo porcentaje de la carga estaba dañado. El resto de centenares de envases que estaban desparramados por el suelo estaban intactos. Pero la gente que vivía cerca de la autovía y aun los que pasaban por allí, hacían un gran esfuerzo por subir la cuesta y coger tantas cajas de zumo como podían: “Dicen que esto lo paga el seguro”, se oída decir repetidamente, para justificar su acción. Ante tal avalancha que iba creciendo cada vez más, el chófer del camión no pudo hacer nada para impedirlo. Todo esto ocurrió entre el espacio que medió entre el accidente y la posterior llegada de las autoridades competentes que, al parecer, se demoraron bastantes horas.
Visto por cualquier testigo, lo sucedido bien hubiera podido formar parte de alguna de las clásicas películas del famoso director Luís Berlanga. El espectáculo podría parecer simpático; sin embargo, de inmediato tuve otra impresión: mujeres gritando como energúmenas a los niños, desde las ventanas de los bloques de pisos: “¡Niñooo, correee! ¡Coge todas las cajas de sumoi que puedas…! Al parecer aquellas madres no eran conscientes del peligro para los niños, pues los coches seguían pasando por la autovía. Los hombres, más rápidos y fuertes, subían y bajaban la empinada cuesta, haciendo acopio de todo el material que podían; los niños, cada cual tratando de obedecer o emular a los mayores, mientras otras mujeres, de cierta edad trataban de alcanzar la autovía “a cuatro patas” “gateando” por la cuesta. No se daban cuenta (¡o les daba igual!) del indecoroso espectáculo que presentaban, pues su parte trasera forzosamente quedaba expuesta ante la gente que pasábamos por la conocida Avda. Virgen del Mar, paralela a la autovía. Decenas de hombres, mujeres y niños, subían y bajaban “laborando” (como hormigas, pero sin orden) en un espacio de unos 15 á 25 metros hasta la orilla de la Avda.
Entonces recordé aquel viejo tanguillo que decía:
“Aquellos duros antiguos que tanto en ‘Cái’ dieron que hablá/Y estaba toa la gente a la oriyita del ‘má’/…/Allí fue hasta mi suegra con ‘expiocha’/…/ cuatro día escarbando sin descansá/Perdió la uñas y el pelo, y eso que poco tenía/y en vez de cogé los duros, lo que cogió fue una pulmonía…”
Pienso que lo que vi aquel día era semejante a lo que expresa dicho “tanguillo de Cái”. Distinta situación, pero las mismas motivaciones, los mismos comportamientos, pero con ligeras diferencias en las consecuencias..
Uno se pregunta si en vez de haber sido esas circunstancias en las cuales la gente no padecía hambre y el beneficio eran unas cuantas cajas de zumos, ¿qué habría pasado en otras circunstancias de necesidad y con beneficios de otro tipo, digamos, más sustanciosos?
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Como seguidores de Cristo, no deberíamos transgredir la forma de ser que nos imprimió nuestro Señor y Maestro, en nuestra conversión. Ninguna circunstancia por muy especial y novedosa que sea, debería quebrar nuestro carácter cristiano: el respeto por lo ajeno; la prudencia, la paciencia; el decoro, tanto en los hombres como en las mujeres y el control de nuestra voluntad, nos evitará el formar parte de ese tipo de “espectáculos”; posiblemente graciosos y “simpáticos” vistos desde un punto de vista humano/cinematográfico, pero que evidencian que la codicia tiene su raíz y asiento en nuestros corazones desde la Caída en Edén.ii Y a veces basta una excusa -como en el caso del accidente mencionado- para romper con toda ética y traspasar la línea que separa lo bueno de lo malo. O tal vez la ausencia de una ley que regule el comportamiento de los seres humanos, aunque sea de forma temporal o momentánea; lo suficiente para que nadie nos pueda decir que hicimos mal, ni ser juzgados por ello. En tiempo de guerra por ejemplo, a un bando se le puede dar “licencia” para hacer todo tipo de fechorías, llegado el caso. ¿Qué importa? Al fin y al cabo “es el enemigo”. ¿Qué importa? “Es la mujer de mi enemigo”, “son los hijos del enemigo”. En esas acciones nada se encuentra de “gracioso” o “simpático”. Tampoco resulta tan “gracioso” el comportamiento de ciertos políticos que, teniendo a la mano el poder enriquecerse de forma ilícita aprovechan la oportunidad para luego hacer lo posible a fin de que no se pueda demostrar su delito. Pero no importa la forma que pueda cobrar la forma de actuar, es la codicia la que motivó el comportamiento tanto de los protagonistas de los que subían y bajaban la cuesta cargados de envases de zumos, como de todos aquellos mencionados en otras situaciones propicias para dejarse guiar por esa misma codicia. No hay diferencia, aunque en algún caso nos pueda resultar “simpático” y divertido mientras que en otros podamos advertir un tinte dramático, y hasta trágico.
La historia está llena de ejemplos que indican que sin la ley y el respeto a la misma, estaríamos a favor de lo peor que se pueda dar en el género humano. Y todo a causa de la codicia. Dicho lo cual, me vienen a la mente aquellas palabras del Apóstol Pablo:
“Mas vosotros no habéis aprendido así a Cristo, si en verdad le habéis oído y habéis sido por el enseñados...”iii
Es por esa razón que en el contexto de esas mismas palabras el apóstol Pablo exhortará a los destinatarios de su epístola a decir siempre la verdad, a no robar, a tener conversaciones sanas con miras a bendecir a los oyentes. Esas, además de otras tantas ordenanzas a las cuales todos los que nos decimos seguidores del Maestro, hemos de prestar atención “si es que en verdad le hemos oído y aprendido así de él...”iv
Notas
i Oiga, estamos en Córdoba y la “z” y la “c” no se pronuncian. Tampoco las “eses” finales.
ii Gé.3.1-6; Heb.13.5 con 2ªP.1.5-10.
iii Ef.4.21-23.
iv Ef.4.24-32.
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