Una de las principales fallas que debe indignar y entristecer al Espíritu Santo es la falta de unidad y, por tanto, las grandes divisiones que existen en nuestro propio contexto “evangélico”.
“Para que si tardo, sepas cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad”i
La referencia anotada más arriba, es citada por la mención a “la Iglesia del Dios viviente”. La Iglesia como tal, pensada por Dios y fundada por el Señor Jesucristo, también formaba y forma parte de lo que el apóstol Pablo enseñaba como "la sana doctrina", y como tal, forma parte también de la Verdad divina, establecida con la capacidad para "sanar" al ser humano caído, llevándole hacia la completa restauración en Cristo Jesús. Aun las grandes confesiones de fe, desde el antiguo Credo Apostólico, recogen dentro del grupo de doctrinas principales, la declaración: “Creo en la iglesia católica y apostólica... etc.” Y ahí tenemos también la referencia a la Iglesia, dentro de las conocidas como “Epístolas Pastorales”.
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Pero como hemos señalado al principio, la iglesia fue fundada por nuestro Señor Jesucristo.ii Y eso a pesar de que muchos digan que la iglesia fue fundada por el apóstol san Pablo, y que Cristo no pensó jamás en fundar ninguna iglesia. Pero si eso fuera así, todo lo que fue transmitido fue una patraña, una mentira que el mismo apóstol Pablo inventó, creyendo lo que no era y que, habiendo aplicado toda una serie de “principios de márquetin” se propagó y triunfó sobre los demás “cristianismos” que, frente a aquel, salieron “derrotados”. iii
Sin embargo por mucho que digan o escriban algunos “expertos”, no hubo tal cosa como “varios cristianismos” sino uno solo, auténtico, con sus dificultades, en todo el proceso para entender la nueva revelación de Dios en Cristo Jesús, acerca de su persona y sus enseñanzas, en relación con el antiguo Pacto. En realidad, esas discrepancias que hubo en los comienzos del cristianismo formaron parte del proceso del desarrollo doctrinal que tuvo lugar, hasta lograr entender las verdades fundamentales que lo configuraban. Y no solamente eso, sino que, en algún momento, no fue fácil la aplicación del único y verdadero cristianismo, en contextos culturales tan diferentes como eran, por una parte el judaísmo y, por otra, el paganismo. Pero en medio de las dificultades que surgieron durante todo el proceso, al punto de tener que convocar el primer concilio de la historia cristiana, la Iglesia fue asistida, en todo, por la presencia y guía del Espíritu Santo, tal y cómo les prometió el Señor Jesús.iv Todos los demás movimientos que surgieron en aquel tiempo, con pretensiones de ser oídos y aceptados, fueron identificados y combatidos desde “la fe que ha sido dada una vez a los santos”, como escribió Judas; o, “la doctrina de los apóstoles”, que señaló Lucas, autor del libro de Hechos de los Apóstoles. Todo lo cual se basaba en lo que Jesús había ordenado.v Pero –y hemos de insistir en ello- con la asistencia iluminadora del Espíritu Santo, venido sobre los discípulos tal y cómo les prometió el Maestro.vi Sin embargo, aquellos movimientos que fueron surgiendo de forma paralela, quedaron fuera de la corriente de lo que podemos definir -a ciencia cierta- que era el verdadero cristianismo. Entonces, fue por el poder del Espíritu Santo que el programa divino y la extensión del conocimiento del Evangelio de Jesucristo, fue llevado adelante por medio de aquellas diferentes comunidades que se conocían como “la Iglesia”, como un todo y, “las iglesias”; y esto tanto en un contexto judío como gentil.vii
Luego, generalmente, los que suelen decir que “Jesús no vino a formar ninguna iglesia” tienen razón en algo, ya que suelen provenir de alguna institución con aires de superioridad, de ser “la verdadera iglesia fundada por Jesucristo”.viii Pero la Iglesia fundada por Jesucristo, nunca fue una fundada sobre una persona en particular, sino sobre la persona misma del Señor Jesucristo.ix Tampoco sería una iglesia que llegara a ser, con el tiempo, un estado político con sede en alguna parte del planeta Tierra, y todo cuanto caracteriza a cualquier estado mundano/temporal, no solo político sino también económico.x Pero tampoco fundó Cristo una iglesia que llegara a exigir de los llamados al ministerio cristiano, votos de obediencia-absoluta a ninguna autoridad supuestamente superior, ni tampoco que exigiera el celibato obligatorio, en contradicción con el ejemplo dejado por los Apóstoles en el Nuevo Testamento.xi Tampoco Cristo quiso fundar una iglesia en la que los llamados al ministerio fueran llamados “sacerdotes” (ni cardenales) sistema parecido al sacerdocio del Antiguo Testamento y que fue abolido por el Nuevo Pacto, dando paso a los cinco ministerios, tal y cómo aparece en todo el Nuevo Testamento.xii
Cierto, Jesús nunca quiso fundar una iglesia con semejantes características, entre otras. Sin embargo, el hecho de que podamos señalar en alguna institución, doctrinas y prácticas que no se ajustan a las Sagradas Escrituras, no nos salva a los que nos consideramos evangélicos y/o protestantes, de tener nuestros propios pecados y “tradiciones”. Una de las principales fallas que debe indignar y entristecer al Espíritu Santo es la falta de unidad y, por tanto, las grandes divisiones que existen en nuestro propio contexto “evangélico”. Algo que contrasta con la oración intercesora del Señor Jesús a favor de la unidad (que no, uniformidad) de los suyos. Esa unidad sería el medio por el cual -dijo Jesús- el mundo creería en él.xiii Al respecto, bien escribió el teólogo e historiador, Justo González: “El Señor Jesús vino a formar/buscar una esposa, no un harén”.xiv Evidentemente, la división es un gran pecado del cual, sin duda, tenemos que arrepentirnos. Sin embargo, este tema daría para escribir mucho y esta exposición tampoco tiene esa intención.
Pero ya que hablamos de la “sana doctrina” al poner el foco en la iglesia vamos a descubrir que ella sirve a varios propósitos divinos. Entre otros, el de nuestra propia sanidad. Sanidad integral. Sanidad que va más allá de la mera sanidad del cuerpo y que implica el ser sanados del pecado y su influencia en todas la áreas del ser humano, en nuestra relación con Dios y con nuestro prójimo y, cuya meta, que es la perfección, tendrá lugar al final de todas las cosas.xv Lo dicho se cumplirá, al margen de que haya comunidades que fracasen en eso mismo, porque sus dirigentes desconozcan, o no hayan entendido el propósito divino para la iglesia. Parafraseando al apóstol Pablo: “La infidelidad (o el fracaso) del hombre, no anula la fidelidad de Dios: Antes bien, sea Dios veraz y todo hombre mentiroso”. xvi
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Evidentemente, la Iglesia del Señor fue formada por Dios, a partir de Jesús como comunidad terapéutica porque en ella debe de manifestarse la obra salvífica divina, llevada a cabo por Cristo Jesús, por medio de su muerte y resurrección. Y dicha obra se verá de forma evidente a través de varias realidades, de las cuales vamos a destacar algunas de las más importantes:
Efectivamente, los muros levantados y que han creado tantas divisiones y guerras entre los seres humanos, en y por Cristo son derribados y, en consecuencia, en la Iglesia no han de tener ningún lugar, dado que todos hemos llegado a formar parte de “la familia de Dios”.xvii Esta realidad se expresó primero el día de Pentecostés cuando vino el Espíritu Santo sobre los discípulos del Señor y, guiado por el mismo Espíritu recibido, el apóstol Pedro interpretó dicha venida del Espíritu en términos universales, sin restricciones, excepto las dispuestas por Dios mismo; pero sin hacer distinción en razón de raza, edad, sexo ni condición social. Las palabras clave en ese pasaje, son que el Espíritu había venido “sobre toda carne” universalizando así, el mensaje de las buenas nuevas del Evangelio.xviii
Esa realidad se expresó de forma clara, desde el principio, en dos ocasiones, las cuales quedaron como ejemplo a seguir por los discípulos del Señor, en todas las épocas. Una de ellas en relación con la predicación del Evangelio a los habitantes de Samaria, enemigos irreconciliables de Israel y viceversa, los cuales al confesar al mismo Señor y Salvador, llegaron a pertenecer y ser recibidos como miembros de pleno derecho en la misma familia de Dios, pasando por alto el nacionalismo y el racismo judío.xix El otro ejemplo es el de la integración de los creyentes gentiles en la misma familia de Dios. Algo impensable para muchos creyentes judíos que se resistieron a recibirlos sin que tuvieran que pasar por el rito de la circuncisión y el guardar la ley de Moisés. Condiciones que no fueron atendidas por el Espíritu Santo.xx
Estas grandes verdades expresadas no solo de forma teórica sino práctica, nos muestran que Dios no hace diferencia entre razas, sexos, pueblos, lenguas, posición social o naciones, tal y cómo, a duras penas, entendió el apóstol Pedro, y que el mismo apóstol Pablo también expresó con su declaración universal, tan mal entendida a lo largo de la historia, por muchos creyentes.xxi
El “sentido de pertenencia” es un factor importante en el aspecto de la sanidad de la persona. Muchos vienen al Señor Jesús sintiéndose desarraigados incluso de su propia familia. Nunca se sintieron aceptados y valorados, ni enseñados, ni estimulados a crecer como personas, sino todo lo contrario. Luego, en muchos casos muchos han intentado “pertenecer” a algo: Un grupo religioso, una asociación cultural, un equipo deportivo... Sin embargo, no lograron satisfacer su necesidad de “pertenecer” a algo “mejor” o “superior”. La razón, seguramente, es por lo que escribió el apóstol Pablo acerca del “estar separados” de Dios, “ajenos de la vida de Dios” y siendo “extranjeros y advenedizos” en relación con Él mismo y con su reino.xxii Por eso, el estar separados de Dios jamás podrá ser satisfecho con la pertenencia a algo diferente a aquello para lo cual fuimos creados por Dios. Sin duda, esto parece estar relacionado con lo que dijo Agustín de Hipona: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti.”xxiii Por tanto, no sería tanto que la Iglesia nos da el sentido de pertenencia, sino que es el haber sido aceptados por Dios, como sus hijos, por medio de Cristo Jesús, y haber sido introducidos en la familia de Dios que nos da el derecho de pertenecer a la verdadera Iglesia de Jesucristo. Saber, entonces, que pertenecemos a “la familia de Dios” y que “somos miembros del cuerpo de Cristo y miembros los unos de los otros”, es y será siempre sanador, mientras se cumpla lo que Dios ha establecido a tal fin.xxiv La Iglesia, entonces, es la comunidad donde se hace visible nuestra pertenencia a la familia de Dios. Lugar donde expresamos que nuestro corazón ha hallado descanso en Dios, en el decir de Agustín de Hipona.
A través de nuestra pertenencia a la iglesia del Señor, también descubrimos el propósito y el sentido a nuestra vida. Es precisamente, en ese contexto de desempeño de la voluntad de Dios que se nos proporcionan las habilidades espirituales (dones, ministerios, etc.) para que por medio de ellas sepamos y sintamos que nuestra vida tiene sentido y que somos útiles en un proyecto común. Proyecto que no es nuestro, sino de Dios. Tal proyecto es colaborar con los propósitos de Dios en este mundo caído, dolido y maltrecho. Por tanto, en cuanto comunidad cristiana tenemos el privilegio de colaborar con Dios en el cumplimiento de “la agenda de Jesús”, que él propuso al comienzo de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret. Dicha “agenda” es la de llevar “buenas nuevas a los pobres”; llevar sanidad a los heridos del corazón; pregonar libertad a los cautivos de diversas esclavitudes; llevar luz a los ciegos espirituales y, trabajar para poner en libertad a los oprimidos por diversas causas. Es a través del cumplimiento de esa agenda que la comunidad cristiana, la iglesia, lleva a cabo la extensión de su reino (no la extensión de nuestro “reinito”) y la edificación de las vidas. Algo que, por otra parte, no será diferente a cómo lo hizo Jesús, es decir por la unción y el poder del Espíritu Santo que le asistió a él.xxv Saber todo eso y practicarlo, nos hace sentir que nuestra vida tiene propósito y todo el sentido y, además, es altamente sanador.
Efectivamente, la doctrina sobre Iglesia forma parte de lo que llamaba el apóstol Pablo “sana doctrina”, porque también nos proporciona el contexto donde la acción del amor de Dios se expresa de formas múltiples, produciendo sanidad en los miembros que la componen. La Iglesia es el contexto donde se expresa realmente nuestro amor a Dios, en relación a aquellos que no son de nuestra propia “sangre”. La iglesia sería lugar de prueba de nuestro amor a Dios, tal y cómo lo mandó el Señor Jesús y lo expresó el apóstol Juan, en varias ocasiones:
“Si alguno dice: Yo amo a Dios y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?”xxvi
De ahí que no podamos alegar ignorancia acerca de las múltiples formas en las cuales podemos manifestar el amor de Dios, en una interrelación con los demás miembros del cuerpo de Cristo, y que quedan recogidas a través de las diferentes frases que integran con cierta reiteración el “los unos a los otros”.
Evidentemente, nunca valoraremos los suficiente el caudal de riqueza que se expresa a través de esa relación recíproca, de los miembros del cuerpo de Cristo, en virtud de la cual podemos ser enseñados, edificados, consolados, alentados/animados, exhortados, confirmados, estimulados, formados, etc., y experimentar, de forma práctica, lo que es la aceptación, el perdonar y ser perdonados, la paz, la liberación, la sanidad y la restauración, acorde con el propósito divino para nuestras vidas. Más de treinta referencias a la acción recíproca de “unos a otros” se encuentran en el Nuevo Testamento, destinadas por el Espíritu Santo a que, puestas en práctica, sirvan a efectos de sanidad de todos los miembros del cuerpo de Cristo, donde se da esa clase de comunión y participación.xxvii
Luego, no podemos dejar de fijarnos en que ese “unos a otros” aparte de cumplir toda una amplia gama de necesidades, también deberán enfatizarse aquellas que se perciban de manera evidente, y que podrían dejarse de lado, como es el caso de los necesitados. Aspecto que también contemplamos en el contexto de las Epístolas Pastorales, como es el caso de “la viudas” y de los pobres.xxviii Esa gama de necesidades no pasaron desapercibidas nunca para el Señor Jesús, pero tampoco para los Apóstoles. De ahí que siempre que tuvieron oportunidad salieron al paso para ayudar y recomendaron mucho que los discípulos del Señor también hicieran lo mismo, para atenderlas.xxix
Como conclusión, diremos que Dios no nos enseña nada en su Palabra que no sea para nuestro bien. Es por eso que la doctrina sobre “la Iglesia” también forma parte de lo que el apóstol Pablo llamaba, “sana doctrina”. (1ªTi.3.14-15). Y, sin lugar a dudas, cuando la iglesia es consciente de lo que es, y anda conforme a esa realidad, claramente enseñada en la Palabra de Dios, sirve para sanidad de los que la integran.
Luego, el hecho de que no se produzcan tales resultados se debe más bien, o a la incredulidad o al desconocimiento de lo que Dios ha dispuesto a tal fin. Incredulidad que, después de apartarse del “sano” consejo de Dios, los supuestos creyentes tratan de establecer un “programa” diferente al indicado por Dios, con consecuencias también diferentes. Y desconocimiento, que tiene sus consecuencias negativas en los miembros de la comunidad cristiana. Pero tanto en un caso coo en el otro, se deja de cumplir el propósito de ser “sal” y “luz” en un mundo que tan necesitado está de eso mismo, según la apreciación del Señor Jesús.
Por otra parte y frente a aquellos que miran de reojo a los que hablamos de “sana doctrina”, como si estuviéramos diciendo algún disparate, mejor no hacer caso, sabiendo lo que nos enseña la Palabra del Señor respecto a la Iglesia y los demás temas que se relacionan con la conocida “sana doctrina”. No merece la pena prestarles atención. Sería una pérdida de tiempo.
Notas
i 1ªTi.3.5,15; 5.16
ii Mt.16.18; 18.15-17.
iii Afirmación del experto en historia de la Iglesia primitiva, Antonio Piñero, en un video titulado “El clamoroso éxito de Pablo”
iv J.16.13-15; Hechos 15.28; 1ªCo.2.10; Ef.3.5.
v Judas 3,17; Hch.2.42. Mt.28.19-20; Hech.1.1-5.
vi J.14.15-16,26; 16.13-14.
vii Hch.12.1; 13.1; Hch.9.31; 11.16; 16.1; 2ªCo.8.1.
viii Una referencia a este aserto sería el libro titulado: “Voces contra la Ortodoxia”. Teólogos progresistas que disienten de la tradición. 2013.
ix Hch.4.11-12; 1ªCo.3.11-12; Ef.4.20-22; 1ªP.2.4-8.
x Esa iglesia llegó a tener tanto poder “temporal” que se decía de ella –con toda razón- que tenía poder “para poner reyes y quitar reyes”.
xi 1Co.9.5; 1ªTi.3.1-2,5; Ti.1.6. Tales exigencias se dan, se critican y condenan todos los días en relación con las sectas calificadas como “peligrosas”.
xii Hch.14.23; 20.17,18; Efe. 4.11-12 y, 1Co.12; Heb.13.7,17.
xiii J.17.21-23.
xiv González Justo. “No creáis a todo espíritu”. Edit. Mundo Hispano. 2009.
xv Apc.21.1-6.
xvi Ro.2.3-4.
xvii Ef.2.14,17-18-22.
xviii Hch.2.14-17.
xix Lc.9.51-56; J.4.9; Hch.8.4-17.
xx Hch.10; 11.1-26; 15.1-35.
xxi Apc.5.9-10; Hch.10.34: Gál.3.28.
xxii Ef.2.1-2, 11-13,19.
xxiii Del libro de S. Agustín, titulado: “Confesiones”
xxiv Ro.12.4-5; Ef.2,18-19.
xxv Lc.4.19-20.
xxvi J.13.34-35; 1J.4.7-8, 19-20;
xxvii J.13.14,34-35; Ro.14.1; 15.14; Gál.5.13; 6.2; Ef.4.2-3,32; Flp.2.3-4; Col.3.9, 12-14,16; 1Tes.5.11; Hb.10.24-25; etc.
xxviii 1Ti.5.9-14; 6.17-18.
xxix Hch.6.1-7; 20.33-35; Ro.15.25-27; Gál.2.10.
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