El tweet de Dios sobre jugar con fuego

Cuando era niño uno de los juegos, un tanto temerario, que nos encantaba era el de quemar los pinchos, como llamábamos a los cardos, que estaban secos en el campo. Ya era verano y las plantas se habían marchitado, por lo que nos las arreglábamos para encontrar algún frasco de plástico vacío, al que acercábamos a su boca una cerilla encendida, lo que provocaba que el frasco comenzara a destilar gotas de fuego, que dejábamos caer sobre los cardos, los cuales quedaban pronto envueltos en llamas. Uno tras otro, por la acción implacable del plástico derretido, los cardos sucumbían ante las voraces lenguas de fuego. ¡Un hondo placer nos invadía, al contemplar cómo aquellas gotas flamígeras abrasaban los objetivos señalados!

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Nunca hubiera sido lo mismo haber acercado la cerilla directamente al cardo, porque eso no hubiera tenido el hechizo de la gota de fuego cayendo. Y cuanto más grande era el frasco, más duradero era su efecto, más numerosos los cardos quemados y más prolongado el deleite de verlos arder. Por eso, qué agradecidos estábamos a aquella marca de lejía que envasaba su producto en plástico, a diferencia de la leche y tantos otros artículos, envasados todos en cristal. De no haber sido por aquella marca, nunca hubiéramos podido disfrutar viendo tantos pinchos arder de aquella manera.

Lo malo era al llegar a casa y encontrar que nuestras madres percibían lo que habíamos estado haciendo, aunque no lo hubieran visto, porque el delito siempre deja alguna huella, por más que se intenten borrar todas. No era difícil captar por el olfato que algo olía a chamusquina, aunque a nosotros nos pareciera increíble que nuestras madres tuvieran tal conocimiento, sin haber estado presentes en la escena de la fechoría.

Lo de quemar los pinchos del campo era un juego de niños, aunque al bordear ciertos límites podía tener sus consecuencias. Mejor no pensar qué hubiera sucedido si la gota de plástico ardiendo hubiera caído sobre el pie en lugar de sobre el cardo. No obstante, aun a sabiendas de los riesgos, era mayor la fuerza de la seducción que los peligros de posibles consecuencias.

Pero lo que en la infancia comienza a despuntar, el placer de jugar con fuego, es lo que en la adolescencia y juventud se abrirá paso, fortaleciéndose de forma plena en la etapa adulta. Aunque para entonces el fuego ya no será físico y el juego no consistirá en quemar cardos. Además, jugar con fuego no se habrá quedado reducido al plano individual, al haberse extendido al colectivo, cuando toda una sociedad estará embarcada en experimentos cada vez más peligrosos, en los que, para mantener la emoción del desafío, hace falta transgredir cada vez más, del mismo modo que un toxicómano necesita cada vez mayores dosis, para sentir el mismo placer.

Y de esta manera es como se llega a las cotas actuales de jugar con fuego, donde la insensatez colectiva hace sus apuestas por ver quién será más atrevido en el reto de romper todas las normas, que de eso se trata. Y cuantas más se rompan, más mérito se obtendrá en esta desenfrenada carrera hacia el podio de la notoriedad. A la cabeza de los que jalean se encuentran grandes y poderosos personajes, quienes tienen los resortes y manejan los hilos, que otorgan y retiran favores y privilegios, que pueden encumbrar y abatir, que forman mentalidades y marcan tendencias, que dicen por dónde hay que ir y cómo hay que pensar.

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Pero al haber hecho del fuego su íntimo socio, ya no pueden vivir sin él, por lo que la senda que han tomado no tiene vuelta atrás, siendo una huida hacia adelante, que acabará cuando ese socio devore hasta los cimientos del entramado fabricado, llevándose por delante también a sus fabricantes. Pero mientras llega ese momento, la obstinación no cejará de seguir haciendo nuevos y arriesgados experimentos con el fuego.

Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan?  ¿Andará el hombre sobre brasas sin que sus pies se quemen?’ (Proverbios 6:27-28). Aquí no se trata simplemente de coquetear con el fuego, sino de abrazarlo. ¿Alguien en su sano juicio puede hacer algo así? Pero todavía más: ¿Alguien con dos dedos de frente puede imaginar que tal acción no tendrá consecuencias? La figura del seno transmite la idea de lo interior. Es decir, no se trata de contentarse con mantener a cierta distancia el fuego, sino de acogerlo, de modo que hombre y fuego forman una fusión. Pero además, la segunda ilustración presenta al mismo hombre caminando sobre candentes brasas. La relación entre fuego y brasas la conocen muy bien los bomberos, quienes saben que el primero y las segundas se retroalimentan entre sí. Si el andar significa la dirección tomada en la vida, las brasas definen esa senda, porque establecen el recorrido y el fin hacia donde se dirige el caminante. 

Abrazar el fuego y caminar sobre brasas son dos ilustraciones muy exactas de este mundo y su acción, que, contra todo sentido común, fantasea de que, haga lo que haga, nada pasará, sin percatarse que las llamas y las ascuas van a devorarlo.