No dejes que el ruido te impida oír su voz

Continuamente estamos sometidos a estímulos sonoros, los silencios parecen incómodos y es por ello que los evitamos.

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Hablamos, oímos canciones, escuchamos mensajes procedentes de aquí y de allá, todo cuanto nos rodea está plagado de sonoridad.

Concluimos la jornada y nos vamos a la cama con la cabeza llena de ruido.

Desacelerar es acertado cuando se marcha a excesiva velocidad y es justo lo que nos suele ocurrir, vamos tan acelerados que no tenemos tiempo para detenernos y oír aquello que Dios nos está diciendo. 

El silencio nos aporta la claridad que necesitamos para poder ver las situaciones de forma distinta, nos ayuda a sopesar los momentos adversos por las cuales pasamos y a evaluarlos con más precisión. 

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Los silencios forman parte esencial de cualquier obra musical y la vida, al igual que una composición, ha de tener sus silencios. Detenernos, hacer una leve pausa y oír en vez de hablar. Escuchar lo que el Padre nos dice, lo que sabiamente nos expresa y percibirlo en la quietud de nuestro corazones. En esa pausa silenciosa Dios se toma su tiempo y trabaja en el interior, ajusta aquello que por el uso comienza a tener holgura, Él hace la labor de mecánico del alma y de forma magistral pone a punto nuestras vidas para que sigan en su proceso de maduración.

No quiero que la algarabía me impida oír aquello que mi Señor desea transmitir.

Intento cada día, poniendo ímpetu en ello, que en el silencio de mi mente Él hable, que susurre palabras audibles a mi ser, frases que al oírlas sean procesadas de manera coherente y las haga carne en mi carne.

Acallar tanto tonto ruido que me vuelve insensible, que me hace perder el ritmo y danzar alocada con los sones de este mundo.