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“¿La letra con sangre entra?”

En muchos casos una interpretación literalista del texto bíblico y una aplicación legalista del mismo producirán en la mayoría de los hijos un efecto contrario al que los padres pretenden.

PALABRA Y VIDA AUTOR 942/Angel_Bea 01 DE ABRIL DE 2022 13:07 h
castigo, educacion, disciplina Imagen de [link]Artyom Kabajev[/link] en Unsplash.

La frase que da título de esta reflexión era usada hace décadas y durante siglos, para mostrar que, a menos que se usara el castigo físico con los “malos” estudiantes, no era posible que éstos aprendieran. Por supuesto la frase en su forma afirmativa y no interrogativa como aparece en el título. Tal afirmación en la práctica no era cosa de nuestra propia cultura católica, ni del franquismo solamente, sino que estaba generalizada en toda la cultura judeo-cristiana. Un breve botón de muestra a parece en el libro titulado “Sorprendido por la alegría”.  C.S. Lewis, haciendo memoria de su juventud, dice que en cierta ocasión fue llamado por su profesor, el cual le dijo que si no se esforzaba para mejorar las notas sobre una determinada materia, “usted será azotado”.



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Ejemplos se podrían poner a millones. Cuando éramos pequeños, mi hermano de 9 años y yo 7 (1953-54)  teníamos un “maestro” que nos daba clases particulares para “reforzar” no sabíamos bien el qué.  A dicho “instructor” le llamaban “el tío de los duros” (moneda de cinco pesetas de aquel tiempo).  La verdad es que el hombre se veía bastante empobrecido. Su chaqueta era de color clara, pero muy oscurecida a falta de aplicar un buen lavado. El sombrero hacía perfecto juego con la chaqueta, en sus tonos claros-oscuros.   Lucía un gran bigote staliniano –decían que era de izquierdas- canoso, pero rubio tostado, debido al humo constante que desprendía una permanente colilla que tenía en sus labios. Al querer apurarla demasiado, a veces rozaba con el cercano bigote, churruscando la parte baja del mismo.  Pero lo que más recuerdo de aquellas “clases particulares”, era que cuando a él le parecía que no atendíamos lo suficiente, nos arreaba un coscorrón con los nudillos de su gran manaza, en nuestra menuda cabecita a la vez que exclamaba: “¡Niño, atiende!” o: “¡Niño, no te enteras!”. Esa experiencia se practicaba en sus distintas “modalidades” en no pocos colegios de aquella época, en alguno de los cuales estuvimos  posteriormente. Había profesores que nos “disciplinaban” con cierta justicia, pero otros, con más ira y frustración en su ánimo que deseos de transmitirnos algo provechoso para que aprendiéramos.



Cuando a los 11 y 13 años entramos mi hermano y yo a un colegio salesiano la cosa no fue mejor. A la educación secular, se le sumó la educación religiosa y lo que pudo haber sido para mejor, viéndolo desde el punto de vista del “amor de Dios”, fue bastante a peor. Así que nuestro resentimiento se extendió hacia la religión y todo cuanto representaba. De ese único año que estuvimos en dicho colegio, puedo recordar algunas cosas significativas; pero el maltrato psicológico y físico era una constante allí. Sobre todo para con los niños que a juicio de los maestros éramos “malos estudiantes”.



En dicho colegio algunas de las clases eran bastante desagradables, dependiendo del maestro de cada una de las asignaturas. En cierta ocasión y estando en corro toda la clase, pedí ir al servicio para hacer pís, pero me fue negado. Así que el deseo de orinar aumentó y se convirtió en una necesidad imperiosa. A pesar de mi esfuerzo por contenerme al final acabé mojado y con un charco en el suelo. No se puede ir contra la naturaleza y el proceso de las cosas. No fui el primer alumno ni el último en pasar por tal desagradable experiencia en el colegio.



Luego en un colegio religioso de aquella época, no se podía esperar otra cosa que la religión fuese lo primordial en todos los órdenes de la vida. No olvidemos que esa era la época en la cual la Iglesia Católica gobernaba en la nación española todo lo relacionado con “la moral y las costumbres” y los colegios eran el mejor lugar para “instruir” a los futuros ciudadanos. Era lo que se conocía como el “Nacional Catolicismo”. Por tanto, por la mañana, misa a las ocho; rezo para comenzar las clases y, al terminar el día, paso por la capilla/iglesia para recibir “la bendición”. El domingo era obligatorio asistir a  misa en la capilla del colegio. Además, anualmente se realizaban en todo el colegio los “ejercicios espirituales”. Para niños de nuestra edad (y también para muchos mayores) aquello no tenía sentido.  Un domingo, en vez de irme para asistir a misa en el colegio,  preferí quedarme en la plaza de mi barrio jugando con otros niños y “descansar” así de la pesada obligación de tener que ir a misa.  El lunes, “el señor Consejero”,  un hombre enorme y con grandes gafas de concha,  oscuras, me llamó y cuando me presenté ante él me preguntó por qué no había ido a misa. Me quedé un poco bloqueado (no olvidemos que yo tenía 11 años) y me encogí de hombros; pero finalmente le respondí: “Es que me quedé jugando…” Antes de poder terminar la frase, me dio dos pares de bofetones en los oídos, dejando mi cabeza entre sus manos a modo de sanwichs. Los oídos me zumbaban como nunca había experimentado. A continuación me dijo que debía dar diez vueltas al campo de futbol, corriendo, “¡Para que aprendas!”, añadió.



Luego, al final de mes venía el director y “el señor Prefecto” que junto con nuestro tutor, nos leían las notas a todos. En cada ocasión, el director añadía algún comentario despectivo para los últimos de la lista, especialmente en relación a nosotros: “A los hermanos Bea les vamos a llevar al África para que trabajen allí con los negros” (¡¿?!)



Dichos métodos, nos producían cierto bloqueo mental por lo cual nos era imposible llegar a apreciar nada de las materias que teníamos que estudiar, ya que nos impedía concentrarnos mentalmente para comprender aquello de lo cual se hablaba en las clases. Al final, muchos alumnos acabamos resentidos con todo lo que tenía que ver con el sistema educativo: Colegio, maestros, libros y… cómo no, religión también. Hasta el punto  que, en la mayoría de los casos pasarían muchos años antes de que alguno tomara un libro en sus manos para leer (algunos ni eso).  Las conclusiones de los padres, en su mayoría, eran: “Este niño  no sirve para estudiar y hay que buscarle un trabajo”. Fuimos muchas decenas de miles de niños de aquellas décadas pasadas que, debido a un sistema educativo que permitía el maltrato infantil sufrimos las dramáticas consecuencias y perdimos muchas oportunidades. Lógicamente, los que tenían posibilidades económicas se permitían el lujo de tener a los niños repitiendo curso y, generalmente, éstos recibían mejor trato  que el que recibían los de clase social más humilde.



Qué duda cabe que las cosas ya no son como eran antes y que la ciencia de la educación ha evolucionado gracias a la incorporación de la psicología.



Si trasladamos esa experiencia al terreno cristiano, los mismos métodos que se aplicaban en el plano secular, se han aplicado en muchas de las familias cristianas. De alguna forma, era algo que formaba parte de la cultura de la época, por siglos, tanto en los países católicos como protestantes. Lo lamentable es que, incluso cuando ya pasó aquella época de ignorancia tales métodos se han seguido practicando dentro del pueblo evangélico. Hace muchos años escuchamos al director de cierta misión hablar sobre la disciplina a los hijos, y él decía que había que darla desde la cuna. Él tenía razón en esos, claro. Pero haciendo alusión a la asistencia a los cultos, decía que a un niño (todavía con meses de vida) no se  le podía permitir que llorara en los cultos, se le debía sacar y reñir y volver a entrar en la reunión y si se volvía a repetir los llantos entonces había que golpearle suavemente en el trasero, para que fuese aprendiendo cómo comportarse en el culto. Hace muchos años otro de la misma escuela y nacionalidad, dijo en una predicación  que “a los niños cuando no se portan bien, hay que darles una soberana paliza”.



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Ni que decir tiene que mucho de ese comportamiento ha encontrado asidero en la Biblia. Sobre todo en el A. Testamento, en relación con la aplicación de “la vara de la corrección” que es “para la espalda del necio” (Prov.26.3). El literalismo al cual se han apegado algunos intérpretes de la Biblia, ha hecho mucho daño a muchos niños y niñas, pues en la mayoría de los casos, la vara, que representa el castigo físico no ha sido ni el mejor ni el medio justo para corregir, sino medio por el cual volcar las frustraciones y la ira de los padres, llegando a dañar seriamente así a los hijos. (Ef.6.4; Col.3.21).



El problema es que cuando esos “líderes” tenidos en gran consideración por sus congregaciones y más allá de ellas, son escuchados por padres creyentes, éstos se toman al pie de la letra lo que oyen e incluso van más allá que aquellos. Incluso muchos padres cristianos se han vanagloriado de tener colgada en un lugar especial de la casa una vara conocida por todos como “la vara santa”, con la cual disciplinaban a sus hijos. Como si el temor a ser castigados con la vara debiera ser el principal motivo de la obediencia y el buen comportamiento de los hijos. Incluso hemos visto y oído decir a padres y madres que a los niños no se les debe alabar cuando hacen las cosas bien, pues eso es “alimentar su orgullo y la vanagloria”. Sin duda hay más necedad a esa forma de pensar que a aquello que se trata de corregir, porque sin duda alguna, los resultados de todo ese comportamiento por parte de los padres ha sido y siempre será, funesto.



Afortunadamente, en otros muchos casos, muchos supieron compensar el escaso uso del castigo físico con abundantes muestras de amor, afecto, aceptación, valoración y confianza que en todo momento acompañaron la enseñanza e instrucción de sus hijos; lo cual fue muy positivo (Prov.4.1-7). Por eso los creyentes que están formando familias tienen que tener mucho cuidado a la hora de disciplinar a sus hijos, tal y como  está establecido en las Sagradas Escrituras, pues aquellos padres y madres que han sufrido experiencias de maltrato o han tenido carencias importantes en su crianza, podrían, sin darse cuenta, ser injustos al aplicar a sus hijos una disciplina sesgada, privándoles de la necesidad del cariño, el afecto, la valoración y el trato de confianza que ellos necesitan para  desarrollarse como niños/as sanos. Nadie pueda dar lo que no ha recibido.



Por otra parte, en muchos casos una interpretación literalista del texto bíblico y una aplicación legalista del mismo, producirán en la mayoría de los hijos un efecto contrario al que los padres pretenden; y los resultados podrían ser desastrosos: Los hijos relacionarán a Dios con  los padres que lo representan; el evangelio no será para ellos algo apetecible y, llegado el momento, huirán de todo cuanto han conocido en su casa y en su iglesia, para no volver jamás, salvo por la misericordia de Dios, que es más que mucha.



Como dijimos, nadie puede dar lo que no ha recibido, pero cuando venimos al Señor él nos provee de los recursos necesarios que nos faltan para poder bendecir a otros. Lástima que por falta de un verdadero liderazgo en la iglesia, preparado tanto desde el punto de vista bíblico-teológico, como desde el punto de vista de la educación para ayudar a la sanidad de las almas heridas, erremos el camino a seguir en este tema tan importante como es la educación de los hijos e hijas. Que el Señor nos ayude.


 

 


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COMENTARIOS

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Galo
02/04/2022
15:05 h
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Es el problema de la ideología de la familia, que puede a ser más nociva que la de género. Además de que la disciplina la ejercen humanos depravados y no fiables, que como bien dice la Biblia, ni convertidos dejarán de satisfacer sus caprichos personales. Y que sólo crían sujetos iguales a ellos
 



 
 
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