En la época medieval existía un método muy utilizado en los monasterios para llevar a cabo los rituales comunitarios y los devocionales personales: la Lectio Divina.
Por Iván Campillo Moratalla
En la época medieval existía un “método” muy utilizado en los monasterios para llevar a cabo los rituales comunitarios y los devocionales personales. Se trataba de la Lectio Divina. Consistía en cuatro momentos o estadios, de los cuales el primero era la lectio, entendido como el periodo en el que uno se demoraba en leer pausada y atentamente las Sagradas Escrituras, en “rumiarlas” sin prisa y sin el propósito de preparar una enseñanza. La vista se deslizaba lenta y atentamente en cada letra, permitiendo que el significante de cada vocablo diese a luz su riqueza semántica, como si lo oculto se desbloqueara y el núcleo emergiera en forma de flor de comprensión.
La fijación de la mente y de los sentidos en cada palabra no las diseccionaba del resto del texto, sino que les daba continuidad y vida. El objetivo no era el análisis lingüístico, sino permitir que el alma se abriese a la vivencia allí descrita. Jesús, como Verbo de Dios y Luz de este mundo, resplandecía e iluminaba en las páginas sagradas, se encarnaba en ellas. El monje también leía con las manos, acariciaba las páginas como si fuesen la piel de Jesús. Su Biblia era una extensión de su ser. Había un deseo ardiente de profundidad y de traer lo esotérico a la superficie cristalina del entendimiento. Era común leer despacio con los labios y en voz muy baja; como si el fragmento de texto respirase, se le escuchaba internamente como aliento de vida. A todo esto se sumaba el sentido del olfato, que hacía del incienso humeante una donación. El Espíritu podía respirar por medio del devoto el aroma como un regalo de gratitud, pureza y bienvenida.
El segundo estadio era la meditatio, en la que se reflexionaba en lo leído dando cuerpo al texto mediante la imaginación, interiorizándolo y permitiendo que la frecuencia de la Palabra sintonizase con la cotidianidad de la vida, creando un banco de posibilidades de aplicación práctica. La meditatio era un ejercicio en el que se releía para adentro y en el que el eco de las palabras pronunciadas recibía una respuesta reflexivo-configuradora en uno mismo. La mente se convertía por unos instantes en una agradable caja de resonancia, en un espejo o en un cámara de acceso a la reproducción en imágenes lectivas. No se trataba de una mera repetición memorística, sino de apreciar cada detalle por pequeño que fuese en apariencia, pues no hay conceptos auxiliares en las Escrituras, sino que toda ella como una unidad está inspirada por Dios. Esta fantasía de la imaginación no deformaba la lectura, sino que era resultado del poder vivificador e inspirador en el que el Espíritu se movía libremente. Esta libertad era una ausencia de propósito en la meditación que cuidaba de no instrumentalizar el aprendizaje ni de sujetarlo a fines distintos. Se entendía como un punto de llegada en el que se apreciaba el paisaje escriturístico.
El tercer estadio era la oratio, que se percibía como un momento de diálogo divino en el que el alma intimaba con su Creador de manera honesta, respetuosa y humilde, con pocas palabras y con pausas extensas entre ellas. La consagración silenciosa del monje enfatizaba en los espacios de tiempo entre las palabras de la oración. La pobreza monacal como voto se extendía al sacrificio del deseo por la expresión personal y lo exhortaba a ser generoso en espacios de silencio. El templo del cuerpo debía imitar al monasterio en su vacío y en la falta de mobiliario, es decir, en la simplicidad. En el tipo de edificio que solían habitar, las paredes y los altos techos se arqueaban de tal modo que hasta un suspiro o un murmullo podían escucharse a una distancia considerable. El propósito era habitar en la conciencia del silencio, perder la noción del tiempo y aumentar la del espacio: Dios es eterno e inmenso.
El arqueamiento de los altos techos le obligaban a uno a alzar los ojos hacia arriba con profundidad; y el reducido tamaño de las puertas que daban acceso a las celdas dormitorias lo forzaban a inclinarse reverencialmente. Admiración y adoración eran dos actitudes en las que se ejercitaba el alma, menguaba el cuerpo y crecía el Espíritu. Ante Su Presencia no se exponían meramente las preocupaciones y los deseos personales y comunitarios, sino que se respondía a la lectura que ya se había hecho en el primer estadio. En este primer momento la Palabra venía desde fuera, increpaba a la escucha y llamaba al buscador; en el segundo estadio la Palabra se interiorizaba y estructuraba el alma y la mente, y en el tercera acción la Palabra iba de dentro hacia afuera con una respuesta iluminada en la que se asentía a la relación con el Señor. La Palabra tenía un poder enérgico en aquel que meditaba y oraba fundamentándose en ella. No era considerada un cuento, ni la historia de un pueblo, ni un mero conjunto de biografías, sino que por medio de su narrativa se vislumbraba en lo más abstracto la Ley eterna de Dios y de la vida que le ha sido revelada al hombre.
El último estadio era la contemplatio, el broche de oro que divinizaba la lectio, el cierre del círculo dorado que meditaba en el Infinito, la llave sin forma que abría la puerta a la comprensión sin palabras, ni imágenes ni genuflexiones. Allí donde solo reinaba el silencio y los ruidos volvían al lugar de donde vinieron, el silencio que no era la nada sino una melodía de fondo poderosa que no se rompía con la intensidad de los sonidos. En la contemplación no se observaban formas ni materia, no había abismos ni confusión. No es que se observara algo, sino que más bien la ausencia de un objeto concreto al cerrar los ojos aumentaba la claridad y la apertura de la visión mental y espiritual. El monje reconocía que Dios estaba en la Palabra, que tenía cuerpo, que se reflejaba en los rostros de su comunidad, pero que también era Espíritu y que podía carecer de todo disfraz. El reconocimiento de ambas posibilidades y la imposibilidad de discernirlo en toda ocasión, eran un motivo de tolerancia a la hora de escuchar compartir la devoción de los hermanos en la fe. La contemplatio, en tanto que sumergimiento en el Ser de Dios, producía un sentimiento de plenitud oceánica, que venía a llenar el vacío original y a traer orden al alma. Así como Dios llenó de luz, orden y creación el caos abismal del universo en el Génesis, en la lectio divina Dios traía luz, orden y creación al caos interior del universo del alma. Aquí el Verbo y la Luz coincidían. La lectio divina era un método humano determinado que conducía a la libertad de lo Indeterminado.
Iván Campillo Moratalla – Valencia (España)
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