La paz en el mundo en el que vivimos en nuestro aquí y nuestro ahora, también es algo que interpela al creyente.
Los cristianos preferimos muchas veces buscar nuestra paz, la paz interior, esa paz “no como el mundo la da”. El problema es que, a veces, nos centramos en nosotros mismos y buscamos nuestra paz dando la espalda, de forma insolidaria, a aquellos que sufren porque no tienen paz en el mundo, porque están en guerras en medio de matanzas de ancianos, mujeres, niños y lógicamente, de aquellos hombres que están muriendo o se están matando en medio de las guerras del mundo. En esos casos, buscar y gozarnos en nuestra paz cerrando nuestros oídos y corazones a los que sufren en medio de las matanzas de las guerras, puede ser un disfrute de una paz insolidaria.
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Los cristianos tenemos derecho y el privilegio de disfrutar de nuestra paz en nuestros rincones de confort, pero siempre dentro de un equilibrio en el que siempre tengamos presente al prójimo que sufre. La paz en el mundo en el que vivimos en nuestro aquí y nuestro ahora, también es algo que interpela al creyente. No se trata de qué paz puede ser la mejor, si la paz individual e íntima con el Señor o la paz en medio de un mundo violento y de dolor. Quizás lo difícil y, si se consigue, exitoso, es mantener un equilibrio entre nuestra paz interior y el deseo, el trabajo y la oración por la paz en el mundo, la paz de los pueblos y el estar en paz con aquellos colectivos que nos necesitan por su debilidad, sufrimiento o pobreza.
Estos colectivos que viven entre la violencia de las guerras o, en su caso, entre las violencias del hambre y la pobreza en el mundo, son gritos que nos piden compromiso cristiano con el prójimo, sin el cual nuestra paz interior puede ser una simple pantomima egoísta. Estamos llamados a estar en el mundo y a ser las manos y los pies del Señor al que seguimos en medio de un mundo de dolor. Quizás así podamos acercarnos a un concepto de paz integral que es imprescindible para aquel que quiere vivir su espiritualidad cristiana en compromiso con el prójimo y con el Maestro al que dice servir y seguir. Hay que ofrecer y disfrutar de esa paz que el mundo no puede dar, a la vez que se busca la paz en solidaridad con el prójimo sufriente, la justicia y la dignidad entre los hombres.
Sería una búsqueda de una paz insolidaria la que intenta estar bien, bendecido y tranquilo de espaldas al grito del que está acosado y eliminado por la violencia. El que cae en estas líneas de búsqueda de una paz de “sálvese quien pueda”, jamás podrá ir creando caminos de paz, cultura de paz y, en el fondo, el disfrute de su paz interior ajena al compromiso con el prójimo, tampoco es una auténtica paz.
Puede ser que ya en el mundo haya una especie de violencia estructural a la que, muchas veces, los cristianos dan la espalda y que compete igualmente a las guerras, las torturas, los abusos del hombre por el hombre, la violencia que repercute en el empobrecimiento de los pueblos en donde muchos coetáneos nuestros ni tienen medicinas, ni alimentación suficiente, ni otras fuentes de salud mínimas como puede ser el agua potable, el no tener vivienda o el haber tenido que abandonarla por la cercanía de los misiles y las bombas. Ninguna de ellas son violencias a las que los cristianos deben dar la espalda si queremos poner en práctica el mandamiento bíblico de amor al prójimo apaleado y tirado al lado del camino.
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¿Es que, acaso, los cristianos no tenemos ninguna posibilidad, ni fuerza, ni voz para tener una mínima influencia contra la violencia y por la paz integral en un mundo de dolor? ¿No nos interpela el grito de los civiles que mueren en las guerras, el de los niños desplazados huyendo de la violencia que, en muchos casos van solos, no nos importa ni nos rasga el corazón la violación de las mujeres como arma de guerra?
Tenemos que potenciar en los creyentes una cultura de paz integral que abarque los aspectos de esa paz que el mundo no puede dar con el trabajo por una cultura de paz, que nos involucre en acciones de paz y de dignificación del prójimo apaleado tanto en las guerras como en las violencias del despojo y de la reducción a más de media humanidad al hambre en mayor o menor grado hasta llegar a los mil millones de hambrientos que, aproximadamente, hay en el mundo.
Quizás el trabajar por una cultura de paz nos exija hacer ciertas renuncias incluso a nuestro bienestar socioeconómico, pero merece la pena porque será la única posibilidad de disfrutar tanto de la paz interior que el mundo no nos puede dar, como de la paz que nos da el saber que hemos sido útiles para eliminar violencias, despojos, asesinatos de civiles niños y ancianos, siempre en seguimiento a ese Maestro que se nos muestra como “nuestra paz”.
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