Una vez se pierde la conciencia de nuestra necesidad de dependencia de la gracia de Dios y su aprobación, muy fácilmente podemos caer en buscar el beneplácito de los hombres.
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“Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido, han redundado más bien, para el progreso del evangelio” (Fil.1.12)
Relacionado con esta declaración del Apóstol Pablo, hace algún tiempo leía esta otra del teólogo y pastor Donald A. Carson:
“Parte de la generación de eruditos cristianos que están en formación está más interesada en la aceptación académica que en el progreso del evangelio”i
Dos párrafos que nos presentan dos tipos de creyentes con ministerio cristiano o a punto de ejercerlo. Uno, como el apóstol Pablo, quien siendo un hombre culto, conocedor a fondo tanto de su cultura hebrea como de la grecorromana, no basaba su vida ni su ministerio en sus logros personales ni académicos, sino en ser fiel al llamado que recibió del Señor y llegar hasta la meta, cometido que cumplió. Otros, como los “eruditos en formación” -o ya formados- a los que hace referencia Carson, y entre los cuales hay quienes “están más interesados en la aceptación académica” que en “el progreso del Evangelio”.
Nunca hemos de estar en contra de la erudición y/o de los títulos académicos. Al contrario, cuantos más conocimientos adquiramos de todo, en mejores condiciones estaremos para juzgar y elegir lo que mejor nos convenga en el Señor y comunicar con eficacia su mensaje. Dios no está en contra del conocimiento, sea que se adquiera de forma oficial en una institución académica o de forma autodidacta. Y nunca enfatizaremos lo suficiente la necesidad de prepararnos para conocer la Revelación que nos ha sido dada por medio de las Sagradas Escrituras. Sobre todo para los que vivimos en una cultura tan distante y tan distinta de aquellas que aparecen en las Escrituras, con todo cuanto eso supone a efectos no solo teológicos, sino históricos, geográficos, políticos, literarios, etc.
Si acaso, lo que Dios detesta en el hombre o la mujer es que crea que es más que los demás por el hecho de tener más conocimientos y títulos académicos. Nunca hemos de olvidar las palabras bíblicas: “Altivez de ojos y orgullo de corazón… son pecado” (Prv.21.4). Y aún peor: Creer que sus conocimientos les van a permitir conocer mejor a Dios. Hoy como ayer, las palabras del Señor Jesús siguen siendo ciertísimas:
“Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos y la revelaste a los sencillos. Sí, Padre, porque así te agradó” (Mt.11.25-26)
El conocimiento de Dios no proviene de los conocimientos y títulos académicos; como se nos insiste una y otra vez en las Sagradas Escrituras, nos viene dado por la acción soberana y gratuita de la gracia de Dios. A eso en teología lo llamamos “revelación”. Y solamente cuando tenemos la actitud correcta, es que estaremos en condiciones para recibirlo. Pero aún ese estar en condiciones también obedece a la obra de la gracia de nuestro buen Dios. Además, todavía hemos de añadir la necesidad que tenemos de ser “iluminados” por el Espíritu para comprender más y más la revelación que nos ha sido dada por Dios de forma soberana y gratuita. (Ef.1.17-19). Bien escribió el mismo Apóstol Pablo:
“Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1ªCo.4.7)
Sin embargo lo que muy a menudo se advierte es que una vez se pierde la conciencia de nuestra necesidad de dependencia de la gracia de Dios y su aprobación, muy fácilmente podemos caer en buscar el beneplácito de los hombres, en vez de tener como propósito central “el progreso del Evangelio”.
El apóstol Pablo, tan denostado hoy por muchos de los que presumen de títulos académicos, nos provee de un ejemplo que a todos nos convendría seguir. El era un hombre culto y quizás un erudito en su tiempo. Sin embargo una vez que fue llamado por el Señor Jesús para ser su Apóstol=enviado, no tuvo otro propósito y meta en su vida que el de cumplir con lo que le había sido encomendado: La predicación del mensaje del Evangelio y su progreso en todos los sentidos, sin importar las circunstancias que estuviera viviendo . (Hch.26.16-18; 20.24; Fil.1.12)
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Él sabía de antemano que pasaría muchas dificultades y por muchos sufrimientos (Hch.9.15-16). Sin embargo, evitó el ser “políticamente correcto” (muy de moda hoy en muchos ámbitos y no solamente en el teológico) ya que determinó no agradar a los hombres sino a Dios, por encima de todo (Gál.1.10). Tampoco se avergonzó del evangelio porque fuera un mensaje no entendible por los hombres, para unos “locura” y para otros “escándalo” (Ro.1.16; 1ªCor.1.18,21). Tampoco se preocupó por aparecer ante los demás desprestigiado y despreciado, ¡e incluso como “la escoria del mundo”! (1ªCo.4.13). Sus objetivos estaban claros, costase lo que costase sin importarle incluso morir llegado el caso:
“Porque de ninguna cosa hago caso ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal de que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios” (Hch.20.24)
El Apóstol Pablo podía haber optado por seguir su vida de rabino judío y obtener muchos parabienes de los de su propia nación. Pero él siguió otro camino. Como él dijo: “Por lo cual, oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial” (Hch.25.19). Él se aseguró de lo que era la base de su fe; o dicho de otra manera: “Yo sé a quién he creído” (2Ti.1.12). El renunció a todos los privilegios que podrían reportarle el “favor de los hombres” hasta el punto de que puesto a elegir, no le importó tener a aquellos privilegios adquiridos “por basura” (Flp.3.7-8) porque llegó a tener muy claro que lo que realmente tenía importancia y le importaba, en todo caso, era “El progreso del Evangelio” y con ello, “la alabanza que viene no de los hombres, sino de Dios” (Ro.2.29)
De ahí se derivó también su determinación a la hora de predicar las buenas nuevas del Evangelio en una ciudad como Corinto, donde se apreciaba mucho el conocimiento y la sabiduría humana. Escribiendo a los creyentes de aquella iglesia, les dijo:
“Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1ªCo.2.1-5).
Fue de esa manera que el evangelio de Jesucristo progresó en aquella ciudad y también sigue progresando en nuestro tiempo, sin importar que por fidelidad al llamado divino, el siervo de Dios pudiera estar en prisión o en el aula de la más prestigiosa institución teológica y/o académica.
Digámoslo claramente: “El progreso del Evangelio” tiene que ver con la transformación de vidas perdidas y alejadas de Dios, a las que la gracia y el poder divino les sale al paso por la predicación del Evangelio, produciendo el milagro más grande que una persona puede experimentar: El arrepentimiento, la fe y la conversión a Dios, que le adentrará en un proceso hasta el perfecto cumplimiento del propósito de Dios para su vida. Eso que, en principio, la misma Biblia llama, en palabras de Jesús: “Nacer de nuevo” (J.3.3,5); o en palabras del Apóstol Pablo: “Regeneración” (Tito 3.4-5) o: “Una nueva creación” (2Co.5.17; Gál.6.14; Ef.2.10). Entonces, en términos prácticos, visibles y constatables, “el progreso del Evangelio” se traduce en personas salvadas y transformadas, que dejan la violencia y abrazan la paz y el amor de Dios para con su prójimo; que abandonan la corrupción moral y ética; que aprenden a amar la formación, el trabajo y la familia; que fundan escuelas, centros de rehabilitación para drogodependientes y casas de acogida para las personas abandonadas y/o rescatadas de la esclavitud sexual; que visitan hospitales y cárceles para seguir empeñados en lo mismo: “El progreso del Evangelio”, para que al final podamos decir lo mismo que el Apóstol Pablo:
“Y esto erais algunos; más ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios” (1ªCo.6.11)
¿De qué estamos hablando?. Estamos hablando de que se haga la voluntad de Dios “aquí en la tierra como en el cielo”; de que el amor, la justicia, la verdad y la santidad sean las principales señales del carácter y forma de vida de aquellas personas que han sido alcanzadas por el Evangelio. (Ef.4.24; 5.1-2).
Por tanto, prefiero mil veces, escuchar a un hombre o una mujer sencillos, pero tratados por el poder y la gracia de Dios y que han experimentado un cambio en sus propias vidas con frutos constatables, que a otros hombres o mujeres que aunque tienen grandes y extensos conocimientos, coronados con sus títulos correspondientes son totalmente ineficaces para ser cauces de la gracia salvadora y transformadora de Dios. Sin embargo, también hemos de desear, de todo corazón, que esa misma gracia y poder se dé en los que dirigen y regentan las instituciones académicas más altas y prestigiosas y los que se preparan en ellas, sin otra finalidad más importante que “el progreso del Evangelio” y la gloria de Dios.
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