Los hombres de antaño que sobresalieron por su excelencia y pujante vigor ministerial se hicieron fuertes en la soledad, en la meditación, en la reflexión, en el estudio diligente y en la devoción fervorosa.
Por Osmany Cruz Ferrer
“El que ama la instrucción ama la sabiduría” (Proverbios 12:1).
“Eso es del diablo”. Esta era la frase con la que se daba por sentado que un asunto era malo, inmoral o impropio de un cristiano. No hacían falta explicaciones, solamente que la frase la dijera una figura de autoridad eclesiástica. Así eran las cosas por aquellos días a principio de la década de los 90´s cuando yo me convertí en Cuba.
Con poco más de una década de vida no estaba yo en posición de cuestionar mucho lo que se me decía, sobre todo en una sociedad patriarcal donde discutir no es una opción y con un trasfondo social y político comunista, donde pensar diferente era un delito.
Disentir no estaba bien visto en la iglesia, se esperaba respeto y sujeción, y todo intento de diálogo era rebeldía. Así de simple era todo, para bien o para mal. Así que yo me amoldé a lo que había. A fin de cuentas, ¿quién era yo para saber más que aquellos eminentes hombres de Dios? Me dijeron muchas cosas que debía dejar de hacer si quería “agradar a Dios”, la mayoría de ellas, para ser justo, eran bíblicas y convenientes para mi espiritualidad. Otras de las prohibiciones tenían que ver más con prejuicios y legalismos, pero unas y otras por igual, debían ser observadas cuidadosamente.
En el menú legalista de aquella época no estaba permitido que los hombres llevaran barba, que las mujeres usaran pantalón, o pendientes, o se pintaran las uñas, o el pelo. La lista de las cosas que se etiquetaban como “del diablo”, o “del mundo” era larga y podía variar de iglesia a iglesia, siempre con la consigna de “agradar al Señor”.
Una de las contravenciones era la lectura de libros que no fueran cristianos. No debíamos leer otra cosa que la Biblia, o libros cristianos muy específicos, recomendados por nuestro pastor. No leíamos nada sin preguntarle primero y la posible lectura estaba sujeta a su aprobación o desaprobación.
Como desde mi tierna infancia había sido un lector voraz, al llegar a ser cristiano me encontré en un grave dilema que tenía que resolver de forma inmediata. Elegí sin dilación obedecer al Señor pues, según mis líderes, no leer libros “inconversos” era la voluntad de Dios. La lectura de la Biblia me apasionó tanto que la leía y la leía.
Encontré, sin embargo, que Pablo conocía los escritos de los filósofos griegos a tal punto que los podía citar de memoria y que la Biblia, la cual es inspirada por Dios, registra estos episodios sin reproches o condenación. En el areópago Pablo cita a Epiménedes, filósofo y poeta del siglo VI a. C. cuando cita: “En él vivimos, y nos movemos, y somos”, y a Arato de Cicilia cuando dice: “Linaje suyo somos”, una frase de la obra de este filósofo y poeta contenida en su obra ‘Fenómenos’ (Hechos 17:28).
Cuando escribe a los Corintios (1 Corintios 15:33) Pablo hace referencia a una frase que probablemente se haya convertido en un adagio popular y que pertenece al poeta ateniense Menandro (343-280 a. C.). En su epístola a Tito,
Pablo cita a Epiménides de Creta para describir como un escritor vernáculo del lugar veía a sus compatriotas: “Los cretenses, siempre mentirosos, malas bestias, glotones ociosos” (Tito 1:12).
Fue entonces que me planteé si acaso mis predecesores llevaban razón en todo, o en su sacro deseo de discipular prudentemente, nos habían traspasado ideas que expresaban sus temores, pero no la verdad de Dios. Concluí que se equivocaban, pero hasta hoy, sigo admirando aquel celo por la santidad, e intento continuar con ese legado, aunque evito a toda costa producirlo con procedimientos ficticios.
Pablo acaba sus días en la cárcel y ya para ser sacrificado por causa de su fe, pide libros: “Trae, cuando vengas, el capote que dejé en Troas en casa de Carpo, y los libros, mayormente los pergaminos” (2 Timoteo 4:13). Se mantuvo aprendiendo hasta el fin, porque todo cuanto podía enriquecer su haber lo podía usar en su ministerio.
No hay nada de malo en leer, siempre que esta lectura tenga los propósitos apropiados y cuyo contenido no incite a la inmoralidad, al odio, o al pecado en sentido general. Tenemos que abrir la mente y conocer lo que ocurre fuera de nuestros caparazones de religiosidad pues, en nombre de la santidad, ocultamos en realidad nuestra falta de esfuerzo, excelencia y necesidad de autosuperación.
Me preocupa la literatura cristiana que se escribe hoy. En su mayoría está carente de arte y de un bagaje loable de cultura general. El mundo, a quien intentamos ganar para Cristo, se asusta de nosotros cuando ve lo aislados que estamos, y no podemos comunicarnos con ellos porque no conocemos la forma de hacerlo. Qué decir de los púlpitos, donde además de carecer de una palabra vivificada por el Espíritu, está ausente el hablar grácil, el humor fino, las frases cultivadas y el razonamiento agudo.
Tenemos que acabar con la nociva práctica del sermón preparado el sábado por la noche y pasar a ser exigentes y diligentes en preparar nuestras homilías tras una inversión colosal de oración y estudio previo.
Basta de elogiar el activismo como forma de vida cristiana y volvamos al equilibrio donde la contemplación, la reflexión, la soledad con Dios era condición fundamental de un hombre santo de Dios. Imitemos a aquellos hombres de antaño que sobresalieron por su excelencia y pujante vigor ministerial. Wesley solía pasar cinco horas cada día leyendo, Spurgeon leía cinco libros semanales, Jonathan Edward podía estar hasta trece horas orando y leyendo, George Whitefield usaba hasta ocho horas de cada jornada para leer y orar, Harold Ockenga se llevó dos maletas de libro a su luna de miel y el apóstol Pablo leyó hasta el día de su decapitación. Ellos se hicieron fuertes en la soledad, en la meditación, en la reflexión, en el estudio diligente y en la devoción fervorosa.
Me bendice gratamente un cristiano que ama y procura ser profundo. Esa profundidad que estuvo presente en Cristo Jesús y que sus discípulos ponderaron. Pedro escribió: “… añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento” (2 Pedro 1:5b). Somos llamados a vivir en consecuente excelencia con nuestro elevado llamado, y no veo cómo lograrlo sin un apasionamiento total con el aprendizaje, el crecimiento personal y la comunión con Dios.
Osmany Cruz Ferrer - Pastor – L’Alcúdia (Valencia)
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