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La conversión de Schulz (4)

Sparky empezó a acompañar a su padre a la Iglesia de Dios, los domingos, al decepcionarse con el pastor luterano, que no fue a ver a su madre cuando se estaba muriendo.

MARTES AUTOR 97/Jose_de_Segovia 15 DE FEBRERO DE 2022 09:30 h
Schulz buscaba en la Biblia una guía para su vida y subrayaba pasajes de la Escritura, que luego comentaba con el pastor.

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“Empecé a ir a la iglesia –dice Charles M. Schulz (1922-2000), el creador de Snoopy y Carlitos–, por un sentimiento de gratitud al haber sobrevivido” a la Segunda Guerra Mundial. “Sentía que Dios me había protegido y ayudado, que me había dado las fuerzas necesarias para vivir y que podría haber tomado cantidad de caminos equivocados”. Empezó a acompañar a su padre a la Iglesia de Dios, los domingos, al decepcionarse con el pastor luterano, que no fue a ver a su madre cuando se estaba muriendo. Hasta entonces, Sparky –como llamaban familiarmente a Schulz– nunca había sido bautizado, ni aceptado formalmente el cristianismo. 



Los Schulz eran de origen luterano, pero no eran miembros de iglesia. Le pidieron al pastor que visitara a la madre, Dena, cuando estaba ya agonizante. Como no lo hizo, acudieron a un cliente de la barbería del padre, que era pastor de la Iglesia de Dios, George A. Edes. Visitó a la madre con una joven de melena rubia de la edad de Sparky, Bernetta Nelson, que cantaba himnos para ella, “a capella”. La iglesia luterana les empezó a parecer cada vez más pomposa y estrecha de miras. 



La Iglesia de Dios es una denominación evangélica que tiene sus raíces en el siglo XIX. Hay tres iglesias con ese nombre en Estados Unidos, que vienen de la misma tradición de santidad que se asocia con Wesley, la teología arminiana y el movimiento de Restauración. La de Schulz tiene su base en Anderson (Indiana), pero la de Cleveland y Charleston en Tennessee. Estas dos últimas tiene una clara identidad pentecostal, pero la de Anderson era, sobre todo, conocida hasta los años 30 por su pacifismo, pero cuando llega Schulz, consideran la Segunda Guerra Mundial como una “guerra justa”.



[photo_footer]La familia del creador de las tiras que se conocen en inglés como 'Peanuts' (Cacahuetes) era luterana.[/photo_footer]



La guerra



A los pocos días de cumplir 20 años, Sparky recibió la orden de alistamiento en 1942. Hizo la instrucción en Fort Snelling, al otro lado del Misisipi. Se sentía “completamente solo” y desorientado. “No conocía a nadie”, dice. Nunca había manejado ni una escopeta de perdigones. Era escrupuloso con la comida y no soportaba el lenguaje vulgar. Era un mundo completamente masculino, donde a los soldados les mostraban películas sobre los peligros de las enfermedades venéreas, cuando Schulz era todavía virgen y siguió siendo célibe durante toda la guerra. 



Sparky se unió a un chico muy decente de un pequeño pueblo de Minnesota, de fuertes convicciones luteranas, llamado Marvin Tack, que luego llegó a ser pastor. Un compañero de filas, Elmer Roy Hagemeyer, recuerda a Schulz como “un hijo de mamá”, que “se encerraba en sí mismo y se le veía en la cara que se sentía solo y deprimido”. Elmer se apiadó de él e hizo de “hermano mayor” suyo, llevándole incluso a su casa con su mujer, que se encariñó con él.



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Después de ser cabo, fue ascendido a sargento en 1944. Para no tener ninguna experiencia, resultó ser un buen tirador. Lo que le libró de las playas de Omaha y Las Ardenas, al quedarse como “profesor militar”. Es destinado, finalmente, a una unidad de metralletas, compuesta de adolescentes recién salidos del instituto. Estudia por su cuenta el uso combinado de los tanques, la infantería y la artillería. Analiza la estrategia del enemigo en un libro de Rommel, cuando es mandado con su unidad a Normandia. Va en 1945 en un trasatlántico convertido en buque de transporte de tropas, el Brazil.



[photo_footer]Schulz empezó a ir a la iglesia por un sentimiento de gratitud al haber sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial.[/photo_footer]



Último permiso



Antes de marcharse a la guerra, pudo despedirse de su madre. Dena había estado entrando y saliendo del hospital de Midway. Ni su marido, ni su hijo estaban con ella cuando murió al cumplir 50 años. Habían pasado cuatro años desde que se descubrió el cáncer. Nadie le había contado que su enfermedad era incurable. Se lo dijo a Sparky su tía Marion. Era la primera vez que oía mencionar la palabra. Schulz recuerda que volviendo a casa en el tranvía se fijó en un cartel que tenía las palabras de Jesús en el Evangelio: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).



Aquella última vez le dijo que si alguna vez tenía un perro, lo llamará Snoopy. La expresión es un término cariñoso noruego –su país de procedencia–, que utilizan las madres para llamar a sus hijos pequeños. El nombre de Carlitos tampoco tiene gran misterio. En el instituto tenía un compañero de clase llamado Charles Brown. Era moreno de cara redonda, bajito y rechoncho, igual que Carlitos. De él toma hasta su apellido. Su madre le había animado a matricularse en un curso nocturno que dirigía un dibujante local, Kleis. Respondió a un anuncio buscando un “aprendiz artístico” para una empresa de publicidad por correo en Minneapolis. Presentó varios dibujos de muestra y fue contratado al momento, pero descubrió a la semana que no lo querían más que como mozo de almacén. 



En su último permiso antes de ir al frente, cortejaba a una chica morena que estudiaba enfermería en St. Paul, Virginia Howley. Medio siglo más tarde dijo que estaba enamorado de ella, pero como era católica, no siguió con ella. Pasó los últimos días con una señora, a la que se acerca en la ausencia de su madre. Se llamaba Annabelle Victoria Anderson. Tenía 47 años, casi la edad de su madre cuando murió. Era de padre noruego, como Dena, pero de madre sueca. No se había casado y era fotógrafa profesional. Tenía una sobrina de 25 años, Justine Anderson, que vivía justo enfrente de su casa. Recuerda a Sparky sentado en los escalones de la casa de su tía con la cabeza entre las manos, muy triste, por la muerte de su madre. Cuando se marchó a la guerra, Annabelle le hizo su pastel de cabello de ángel favorito.



[photo_footer]A los pocos días de cumplir 20 años, Sparky recibió la orden de alistamiento en 1942.[/photo_footer]



Liberación de Dachau



Su padre no se desentendió de él, cuando estaba en el frente. Le mandaba una caja de barras de caramelo cada semana y una carta diaria. “Eran todas iguales”, dice Schulz. Comenzaban hablando del tiempo que hacía en St. Paul y acababan bruscamente, porque decía que tenía que sacar al perro, pero “las agradecía enormemente”. Su pelotón avanzaba en dos columnas de vehículos de combate. Pasaron de Francia a Bélgica, atravesando los Países Bajos para entrar en Alemania. Rodeando Bonn, alcanzaron el Rin, camino de Munich. Los nazis habían destruido casi todos los puentes, excepto Remagen. El 29 de abril de 1945 llegaron al campo de exterminio de Dachau.



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Tenían que capturar dos puentes que cruzaban el ancho y profundo rio Amper, pero uno lo habían dinamitado ya los nazis. Como eran cuatro las divisiones que se dirigían a Munich, simultáneamente, se vieron atrapados en un atasco. La infantería que llevaban de apoyo liberó Dachau. Schulz estaba frente al foso y la valla, tras la que asomaba una torre de vigilancia y varias hileras de edificios de madera. Apenas sabían lo que era la “Solución Final” de Hitler. Un compañero le dijo que había encontrado una bodega llena de coñac. Schulz no vio tampoco gran cosa. Solo unos pocos hombres se internaron en el campo, aquel último lunes de abril de 1945. Lo que Sparky recordaba eran cuatro demacrados supervivientes avanzando a trompicones entre la columna inmovilizada, que abrazaban los tanques norteamericanos.



Al día siguiente les llegó la noticia de la muerte de Hitler en su búnker de Berlín. Su suicidio no se revelaría hasta más tarde. El convoy se enfrentó pocas horas después a un foco de resistencia a las afueras de Munich. A Schulz le falló la ametralladora con los nervios. En un pequeño pueblo bávaro se topó con un puesto de artillería de la Wehrmacht. Unas escaleras descendían a un sótano pintado de negro. Sacó una granada para arrojarla, por si quedaba algún resistente, cuando apareció un pequeño perro blanco. Sparky no quiso matarlo. Así que renunció a bajar por algún “trofeo de guerra”, como tenía la intención. Los más apreciados eran los Lugers y los Mausers.



[photo_footer]El día que llegó de la guerra a St. Paul entró en la barbería de su padre, que estaba atendiendo a un cliente y no salió a recibirle, ni darle un abrazo.[/photo_footer]



Responsabilidad y culpa



En un cajón de armas escondido en Salzburgo, consiguió la pistola que buscaba como recuerdo. Al otro lado de la calle, un médico de otro pelotón estaba hablando con un sargento. Para comprobar si quedaba alguna bala en la recámara de su Luger, apuntó a la Cruz Roja del casco del médico, tirando del gatillo lentamente. No oyó el estampido, pero notó el retroceso del arma. La bala rozó la mejilla del médico. Sintió una enorme culpabilidad. Podía haberle matado sin propósito, ni sentido. Solo en su misma compañía, otros cuatro hombres llegaron también a dispararse a sí mismos, o a sus compañeros con sus “trofeos de guerra”. 



Como dice uno de sus personajes: “¡Comete un error y pagarás por él el resto de tu vida!”. En un gag de 1952, al principio de Peanuts, Carlitos apunta con su pistola de juguete a un niño y grita de repente: “¡Bang!”. A continuación, baja la mirada, arrepentido: “¡Vaya, lo siento! ¡Se me ha disparado!”. Doce años más tarde, cuando sus tiras se hacen cada vez más filosóficas, es Linus quien reflexiona más profundamente: “¿Por qué hago estupideces? ¿Por qué no pienso? ¿Se puede saber lo que me pasa? ¿Dónde está mi sentido de responsabilidad? Luego me pregunto, ¿realmente soy responsable? ¿Es culpa mía cuando hago algo mal? ¿Debo responder por mis errores? ¿Quién es el responsable?”. 



La guerra no había acabado todavía para aquellos hombres. Les esperaba el Pacífico. Tras la Victoria Europea, el 8 de mayo de 1945, vendría la Operación Coronet, el Día Y, el 1 de marzo de 1946, en que cada hora morirían mil norteamericanos para consolidar una cabeza de playa contra un millón de japoneses. Le dejaron treinta días de permiso en casa, antes de ir al Pacífico. Cuando llegó su barco a Nueva York, el 7 de agosto de 1945, los vendedores de periódicos recibían a las tropas junto a la pasarela, voceando: “¡Extra! ¡Extra! Estados Unidos lanza una bomba atómica sobre Hiroshima”. El día que llegó a St. Paul, se supo que Nagasaki había sido también bombardeada. 



La mano de Dios



El día que llegó de la guerra a St. Paul entró en la barbería de su padre, dejó el petate en el suelo y anunció: “Bueno, ya estoy aquí”. Su padre estaba atendiendo a un cliente. No salió a recibirle, ni le dio un abrazo. Siguió cortando el pelo. “No podía parar”, recuerda Sparky. “No tuvo ninguna fiesta”, sino que “eso fue todo”, dijo. Vivió con su padre en el apartamento de cinco habitaciones que tenía sobre la barbería. Dos las alquilaba, a una camarera y a una enfermera, cuyos maridos seguían en el Pacífico. Sparky compartía el dormitorio con su padre. Comían juntos en un restaurante en la acera de enfrente. Así vivió hasta que un incendio destruyó el edificio. 



[photo_footer]La guerra no había acabado todavía para los soldados que venían de Alemania. Les esperaba el Pacífico.[/photo_footer]



Tras romper con Virginia, se sentía enormemente solo. Comenzó a ir a la Iglesia de Dios, donde otro cliente de su padre era ahora el pastor, Fred Shackleton. Era de la edad de Sparky. Jugaban juntos al golf y “hablábamos mucho sobre lo que significa ser cristiano”. En la iglesia había muchos veteranos. Shackleton había quedado exento, por ser pastor. Schulz le hablaba de la guerra. Veía la Mano de Dios en su supervivencia. Le gustaba el tamaño reducido de la congregación, unos 65, la mayoría parejas jóvenes. Se sintió espiritualmente en casa, por primera vez en su vida.



“Después de la guerra me sentí muy solo”, decía Schulz: “La iglesia me dio un lugar donde ir”. Fue allí donde encontró la fe. Un día Shackleton le apremió para que “se abriera a Jesús”. El pastor creía que no “se había entregado todavía a Cristo”, pero estaba “predispuesto”. Se arrodillaron a solas en su despacho. Inclinada la cabeza, no pudo decir una palabra. Luego se levantó y dijo: “No estoy todavía preparado”. Aunque Sparky llegó a la iglesia por una necesidad emocional, no iba a dar un paso de fe irresponsablemente.



El misterio de la providencia



En su tratado sobre El misterio de la Providencia, el puritano John Flavel invita a considerar las circunstancias en que el Señor nos ha llevado a Cristo, buscando “trazar las conexiones entre las providencias de Dios en tu vida y las promesas de Dios en su Palabra”. Al examinar nuestra experiencia, debemos enraizarla en la Escritura, dice. 



Schulz buscaba en la Biblia una guía para su vida. Subrayaba pasajes de la Escritura, que luego comentaba con el pastor. Como dice Flavel, “miraba más allá de los acontecimientos y circunstancias providenciales a Dios como el Autor y Sustentador” de su vida, como hace Asaf en el Salmo 73. 



Más allá de la experiencia y la Escritura, está Dios mismo con su “amor, sabiduría, gracia, condescendencia, propósito, método y bondad”. Meditar en la Providencia divina, dice Flavel, es la clave para “dominar y suprimir el natural ateísmo de nuestro corazón”. Eso es lo que llevó a Schulz a Dios y lo que nos llevará también a nosotros, por Su misteriosa Mano, que nos lleva a Cristo Jesús.


 

 


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COMENTARIOS

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Rafael
16/02/2022
10:24 h
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Entendemos que nuestra "visión mundial" es la suma de nuestras experiencias y por supuesto en la vida del Cristiano la profundidad de su conocimiento de Dios. Que importante es conocer la vida de alguien, para tratar de entender su suma. Gracias José por hablarnos detalladamente de Sparky.
 



 
 
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