Como padres de una niña con necesidades médicas complejas, mi esposa y yo hemos librado muchas batallas de inclusión a nivel local y federal. Pero nada como una pandemia mundial para exponer la situación precaria de personas como Natalia en nuestra sociedad.
Por Samuel L. Caraballo
El jueves por la tarde de la primera semana de marzo del 2020, mi hija mayor Natalia, que tiene síndrome de Down y autismo, regresó de la escuela feliz como siempre. Ya para la hora de la cena, notamos que tenía una tos seca muy extraña que hacía que sus pulmones vibraran de una manera que nunca antes había escuchado. A la hora de ir a la cama, la niña tenía una fiebre de 102 grados que duró por los siguientes nueve días.
En ese momento de la pandemia, programar una prueba de Covid en Estados Unidos era casi imposible. Mi esposa y yo llamamos desesperadamente a todos los centros médicos en el área metropolitana de Boston, Massachusetts. Quedamos atrapados en un ciclo interminable de intercambios con médicos, enfermeras pediátricas y el Departamento de Salud Pública, sin suerte.
Como padres de una niña con necesidades médicas complejas, mi esposa y yo hemos librado muchas batallas de inclusión a nivel local y federal. Esto incluye conflictos legales con distintos distritos escolares en el área de Nueva Inglaterra. Pero nada como una pandemia mundial para exponer la situación precaria de personas como Natalia en nuestra sociedad.
Cuando los primeros casos de Covid comenzaron a surgir en los EE. UU., distintas jurisdicciones de la nación comenzaron a publicar lo que se conoce como “Estándares de Atención Médica en Caso de Crisis'' (conocido en Inglés como Crisis Standards of Care o “CSC”). Los estados emiten este tipo de recomendaciones durante las crisis de salud nacional con el propósito de racionar los recursos médicos en los hospitales y los centros de salud.
Para mi consternación, muchas de estas pautas establecen que las personas como mi hija – es decir, las personas con discapacidades cognitivas e intelectuales – serían relegadas al “final de la línea” en caso de escasez de personal médico o de ventiladores.
Conozco bien los prejuicios y las prácticas de exclusión en nuestra sociedad. Sin embargo, la forma tan explícita en que estos estándares denigraban el valor de la vida de personas como mi hija es desconcertante.
Dichos estándares de crisis sanitaria ignoran el hecho de que Natalia es el miembro más saludable de nuestro hogar. Natalia es la integrante de mi familia con mejor disposición para enfrentar los desafíos de la vida. Estas recomendaciones de políticas de salud ignoran que a pesar de su condición, la vida de Natalia es una vida digna y que ella no ha sido más que una bendición para su familia y quienes la conocen.
En esos nueve días en los que mi hija luchó con lo que sospechamos fue Covid, mi esposa y yo tuvimos los recursos para cuidarla en nuestro hogar. Sin embargo, fue desgarrador saber que las jurisdicciones en esta nación estaban aconsejando a los hospitales y centros de salud a negarle el cuidado médico a personas con perfiles similares al de Natalia en medio de una pandemia global.
¿Cómo pueden las iglesias desempeñar un papel redentor en la vida de millones de personas como Natalia? ¿Cómo pueden los educadores, teólogos y líderes religiosos que buscan sanar la brecha entre la iglesia y la sociedad unir fuerzas con nosotros, padres que buscan justicia y dignidad para seres queridos considerados prescindibles? Primero, sería útil comprender la distinción sutil entre un impedimento y una discapacidad.
Un impedimento humano se refiere a una disminución en la estructura o función del cuerpo o en el funcionamiento mental. Las narrativas bíblicas, por ejemplo, están llenas de personajes que enfrentan algún problema físico o cognitivo. Los avances científicos continúan exponiendo nuestra susceptibilidad inherente a los impedimentos. En fin, todos estamos sujetos en algún momento de nuestras vidas a experimentar este tipo de situación. Esta pandemia nos ha obligado a reconocer que ser “humano” significa ser “vulnerable” y “frágil''. Por lo tanto, las personas que enfrentan desafíos fisiológicos son dignos representantes de nuestra humanidad, no la ausencia de esta.
Por otro lado, el concepto de la discapacidad representa una construcción social moderna que abarca no sólo los aspectos médicos del individuo sino también los factores sociales que afectan o limitan la participación de este en la palestra pública. La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la discapacidad como un concepto tridimensional que incluye “los desafíos fisiológicos de una persona, las limitaciones en las actividades que estos realizan y las restricciones a la participación que las instituciones imponen sobre estos.”
Nuestra actitud hacia la discapacidad refleja la imagen colectiva de lo que valoramos como sociedad. La iglesia, a través de sus prácticas, tiene el poder de "habilitar" o "discapacitar" a las personas con impedimentos. Entonces, ¿cómo nosotros, los creyentes en Cristo, implementamos una visión inclusiva hacia las personas con impedimentos que refleje los valores y la ética del ministerio de Jesús?
El catedrático en educación especial Erik W. Carter compartió una vez conmigo una tipología de inclusión para congregaciones de fe. Su tipología se basa en cuatro preposiciones: "sin", "para", "con" y "por". Aquí comparto mi comprensión de cada etapa involucrada en esta herramienta práctica.
En el nivel más básico, una congregación que desempeña su ministerio “SIN personas que experimentan discapacidad” no está reconociendo la realidad de aproximadamente 1.185 millones de individuos en el planeta, el 15% de la población mundial. Lamentablemente, la falta de reconocimiento de este tema hace que las congregaciones a este nivel terminen perpetuando las restricciones existentes en las instituciones seculares en nuestro entorno.
En el siguiente nivel, las comunidades de fe pueden implementar ministerios “PARA las personas que experimentan discapacidad”. Las congregaciones en esta fase reconocen la existencia de aquellos con desafíos fisiológicos. Sin embargo, estos individuos son percibidos meramente como tareas o asignaciones de acción social. Aunque necesario, este modelo de ministerio todavía no cumple con la visión de inclusión de Jesús, donde las personas con impedimentos no son meramente recipientes de nuestra caridad. Por el contrario, desde el marco evangélico, Jesús invita a los destituidos de este mundo a ser parte esencial de su misión y su ministerio.
En el tercer nivel, las congregaciones pueden ejercer su ministerio en conjunto “CON personas que experimentan discapacidad”. Las iglesias en esta etapa han adoptado la visión eclesiástica del apóstol Pablo donde “los miembros del cuerpo que parecen ser más débiles son indispensables” (I Corintios 12). En esta fase, las personas con impedimentos físicos o cognitivos no son una carga, sino contribuyentes al bienestar y la estabilidad de nuestra comunión como pueblo escogido por Dios. Cuando las congregaciones tratan a las personas con impedimentos como coparticipantes en la obra, la iglesia abraza su identidad divina como portadora de buenas nuevas para aquellos considerados prescindibles por los sistemas de este mundo.
La fase final de esta tipología establece que las congregaciones y la sociedad prosperan cuando somos ministrados “POR personas que experimentan discapacidad”. Esta visión de inclusión trasciende el insularismo religioso y permea la palestra pública. Como un faro brillante en una noche tormentosa, la iglesia promueve lo indispensable de las personas con discapacidades y trabaja para transformar los comportamientos, las leyes y las instituciones que denigran a aquellos a quienes Jesús ha llamado a tomar los lugares prominentes en su mesa de redención.
A través de ejemplos congregacionales de inclusión, podemos comenzar a subvertir ideologías que juzgan el valor de la vida basándose en nuestro nivel de independencia, productividad o funcionalidad. En cambio, es a través de nuestra debilidad que “el poder de Dios se perfecciona en nuestras vidas”, (2 Cor. 12:9). Recordemos que aquellos miembros del cuerpo que parecen más débiles son indispensables en las congregaciones y en la sociedad que Jesús nos llamó a construir.[i]
Samuel L. Caraballo – Profesor – Boston, Massachusetts
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[i] Hacia la inclusión de personas con impedimentos en nuestras congregaciones. Este artículo fue publicado en inglés en la Revista “Reflections” de la Escuela de Divinidad de la Universidad de Yale.
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