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La Navidad y el Príncipe de Paz

Las Escrituras nos muestran que los magos buscaban un Rey que había nacido, y le encontraron, un niño.

TU BLOG 04 DE ENERO DE 2022 17:56 h
Imagen de Elf-Moondance en Pixabay

Por Rosalía Moros de Borregales



El tiempo más bello, más dulce, de mayor gozo de todo el año es la Navidad, caracterizada por dos grandes sentimientos: por una parte la alegría, y por otra parte el amor expresado en múltiples formas, y que se deja en cada beso, en los abrazos, en la deliciosa comida y los regalos. Son la huella del enorme sentimiento que aflora en este tiempo. Tiempo de ilusiones, de sueños anhelados, de la risa de los niños y, sobre todo, tiempo de estar cerca de aquellos que amamos. 



En el mundo entero de una u otra forma se celebra este tiempo. Todos los credos y razas del mundo se han unido a la celebración de la Navidad. Para nosotros, los cristianos, representa la celebración del nacimiento del Redentor prometido al pueblo amado y escogido de Dios, Israel, pero convertido en el Salvador del mundo. Y para otros muchos es sencillamente la Navidad, sin muchas explicaciones, pero contagiados por esa atmósfera de alegría, por el deseo de dar y recibir, por estar al unísono con el resto de la humanidad. 



Esta época tiene especial trascendencia para todos los hombres. Han nacido grandes filósofos en el mundo, pero ninguno de ellos dividió la historia de la humanidad como pasó con Jesucristo. De ninguno de ellos recordamos su nacimiento cada año; de ninguno de ellos recibimos las palabras de amor, paz y consuelo para vivir en esta tierra. Ningún otro nos dio la promesa de la vida eterna después de la muerte y nos ofreció su paz para vivir en este mundo.



Las Sagradas Escrituras anunciaron el nacimiento de Cristo en diferentes ocasiones, a través de diferentes profetas. Hay una cuyo mensaje toca de manera muy particular y muy profunda mi corazón. Se encuentra en el libro de Isaías 9:6-7: "Porque un niño nos ha nacido, hijo nos ha sido dado, y el principado sobre su hombro. Se llamará su nombre: Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz”.



Y es precisamente el nacimiento de ese niño el motivo de la celebración de estos tiempos decembrinos. La palabra Navidad proviene del latín “nativitas”, la cual se refiere a “nacimiento”. Está compuesta por “natus” que significa “nacido”, participio del verbo “nasci”. Así pues, cuando nos referimos a la Navidad, aunque la asociemos a alegría, regalos y fiestas, no podemos olvidar lo que realmente celebramos, el nacimiento de ese niño prometido por Dios, que se convertiría en el Salvador del mundo, en el Príncipe de paz, paz individual para quienes le aman y paz universal cuando su reino se establezca por completo.



Fue un nacimiento absolutamente inesperado, ya que el pueblo de Israel esperaba un líder social y político que les trajera libertad de sus subyugantes. Sin embargo, Jesús nació en un lugar humilde y sencillo, el lugar menos indicado según la perspectiva humana para el nacimiento de un príncipe. Sus padres eran personas que amaban a Dios y ambos, de diferentes maneras, recibieron revelación acerca de su misión para ser los padres terrenales de ese ser enviado desde el cielo.



Buscaron un lugar donde dar a luz, en el que traer al mundo “la luz de los hombres”, como nos dice el apóstol amado, Juan, en su evangelio. Jesús era, es, la luz de Dios para todos los seres humanos: “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Más a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1: 9-13).



María y José fueron guiados a través de la revelación de ángeles que se les aparecieron y les mostraron lo que debían hacer. Ellos no encontraban un lugar apropiado, según nuestra razón humana, y Dios permitió que su Hijo naciera sin la gloria de los hombres. Pero reveló su gloria a través de los ángeles a aquellos pastores que fueron avisados en medio de las vigilias de la noche sobre el nacimiento del Salvador: “Había pastores en la misma región, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño. Y he aquí, se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor; y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor. Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre. Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios, y decían: ¡Gloria a Dios en las alturas,Y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:8-14).



Además, con el nacimiento de Jesús, Dios quiso mostrarnos que los sabios y entendidos de este mundo, también tendrían que rendirle tributo al Hijo de Dios. Como lo expresa el evangelio de Mateo en el capitulo 2: “Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle”. Un hecho sin precedentes, unos hombres dedicados a la astrología buscando la sabiduría y el conocimiento, vinieron de lejanas tierras en aquellos tiempos rurales para rendirle pleitesía al rey de los judíos.



En primer lugar, visitaron a Herodes y le dieron a conocer su búsqueda. Pero, Herodes no podía soportar la idea del nacimiento de un rey y ordenó la matanza de todos los niños menores de dos años. Los hombres sabios, entonces, se fueron siguiendo aquella estrella que los había guiado desde lejanas tierras. “Y he aquí la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño. Y al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo. Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Pero siendo avisados por revelación en sueños que no volviesen a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino”. Como habían cumplido la voluntad de Dios al visitar y ofrecer presentes al niño, entonces a Dios le plació librarlos de la mano de Herodes y les reveló que no regresaran a Herodes.



Las Sagradas Escrituras nos enseñan que estos hombres eran buscadores fervientes de la verdad. Ellos dejaron sus hogares, vencieron dificultades en el camino y en Jerusalén. Ofrecieron con liberalidad sus presentes: oro, incienso y mirra. Podemos intuir que su deseo ferviente de sabiduría les proveyó de esa férrea voluntad para buscar incansablemente las señales que habían visto repetidamente en los cielos. Al pensar en ellos podemos evocar las palabras del mismo Jesús, cuando años más tarde diría: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Mateo 7:7). Sin duda, una condición fundamental de los que quieren encontrar la verdad.



Dios se revela de maneras insospechadas a aquellos que le honran. Su ley, su palabra, está escrita en las tablas de los corazones. Los que siguen el bien son guiados por Dios. Los pastores sencillos, trabajadores humildes, fueron hechos partícipes del gran acontecimiento de la historia. De la misma manera, los magos. Las Escrituras nos muestran que ellos buscaban un Rey que había nacido, y le encontraron, un niño. Y entendieron que fueron testigos del nacimiento de un príncipe.



Ellos estaban buscando a una persona. No estaban buscando un sistema, ni una teoría, ni una religión; sus corazones buscaban a un rey. Entonces, Dios les presentó a su príncipe, que es el Rey de reyes y Señor de señores. 



Y ese niño que nació aquel día en medio de la adoración de pastores y magos, creció en gracia y en sabiduría delante de Dios y de los hombres. Caminó por las calles polvorientas de Galilea y Judea sanando enfermos, liberando cautivos de toda clase, dando de comer a multitudes y enseñando a amar a sus discípulos. Los religiosos de la época no lo toleraron, lo persiguieron y lo crucificaron. Él conocía de antemano lo que le sucedería, así que a pesar de su dolor, aceptó su muerte, la peor de las muertes, destinada a los peores criminales, la muerte en la cruz. La cruz que más tarde se convirtió en el símbolo de la cristiandad. La cruz de ignominia que fue vencida por el más grande de todos los amores de la tierra, el amor de Dios por la humanidad: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. 



En esta Navidad Dios seguirá revelándose a aquellos de buena voluntad que con corazón limpio honran su nombre, como lo hizo con María y José, con los pastores y los magos para indicarles el camino a seguir. Si haces de tu corazón un humilde pesebre, Jesús vendrá a tu vida como el Príncipe de paz.



 



Rosalía Moros de Borregales – Escritora y Profesora UNIMET – Caracas (Venezuela)



 



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