Durante nuestra entrevista, llegó a entonar algunos himnos que recordaba que se cantaban en manifestaciones y actos pacíficos de lucha contra el apartheid.
Era mayo de 2014 y me encontraba en el último tramo de mi Trabajo Final de Máster en Musicología, poniendo por escrito todo lo que durante casi 2 años había estado investigando acerca del papel del gospel en los procesos de reconciliación de Sudáfrica. A lo largo de unos 20 meses, todo lo que leía y veía en documentales y películas me conducía directamente a dos nombres: Nelson Mandela, primer presidente negro de la “Nueva Sudáfrica” de 1994, y Desmond Tutu, presidente de la conocida Comisión Verdad y Reconciliación (TRC por sus siglas en inglés).
El primero de ellos había fallecido tan solo unos meses antes, en diciembre de 2013, y por supuesto no me perdí el multitudinario funeral que varias televisiones internacionales emitieron. “Qué pena, por qué poquito tiempo no me puedo entrevistar con él”, pensé entre la risa y la ilusión de estar siendo testigo de un momento clave también para mi investigación. Y en ese momento me permití soñar un poco, e imaginarme a mí misma teniendo una conversación personal con el arzobispo anglicano Desmond Tutu.
De repente, casi por casualidad, me enteré por la prensa catalana que la Generalitat de Cataluña había otorgado a Desmond Tutu el Premio Internacional de Cataluña, cuya entrega sería en Barcelona a principios de junio. Estaba claro: no podía perdérmelo. Empecé a escribir y a llamar a cuanto sitio se me ocurría para preguntar si había una mínima posibilidad de que pudiera asistir al acto, y escuchar en primera fila lo que este Premio Nobel de la Paz al que yo tanto admiraba tenía que decir a una España marcada, precisamente, por la incapacidad de diálogo y reconciliación entre partes heridas.
Gracias a contactos y hermanos de países tan alejados como Colombia, Canadá y la propia Sudáfrica, Dios me concedió incluso más de lo que yo pedía: además de recibir una invitación a asistir al acto, Desmond Tutu reservó en su muy apretada agenda diez minutos para recibirme en la recepción de su hotel.
Durante los días previos y en el propio día de la entrega del premio, Tutu tuvo numerosas apariciones en televisión y conferencias hablando sobre temas tan diversos como la paz en Sudáfrica, la cuestión de España vs Cataluña, o la entonces reciente abdicación del rey Juan Carlos I. Siempre ataviado con dos elementos característicos que le hacían inconfundible: su hábito de color púrpura, y su alzacuellos.
[photo_footer]Dedicatorio de Tutu. / Cedida.[/photo_footer]
Sin embargo, el día que se citó conmigo, permitió ver el hombre que había detrás de innumerables títulos. Bajó a la recepción del hotel en ropa cómoda, de color oscuro, hasta el punto de que a mí misma me había pasado desapercibido. Nos sentamos, puse en marcha mi grabadora, y le di el timón total de una conversación que giraba en torno a los tribunales de la TRC, y lo que más me interesaba a mí: las canciones gospel que marcaron la época y pudieron ayudar a todo un país roto y herido a concienciarse acerca de la necesidad de perdón y reconciliación.
Lo que iban a ser diez minutos finalmente se convirtieron en casi una hora donde incluso llegó a entonar algunos himnos que recordaba que se cantaban en manifestaciones y actos pacíficos de lucha contra el apartheid. Pero sin duda lo que más me marcó de esta reunión tan personal e íntima fue su mirada. Rodeada de arrugas y alguna que otra cana que aún asomaba, sus ojos destellaban la ternura y la energía de alguien que, a pesar de los años y veteranía, mantiene viva una ilusión: ver hecha realidad la “Nación Arco Iris” por la que tanto luchó toda su vida.
Recuerdo que, al despedirnos, le confesé mi deseo de viajar en el futuro a Sudáfrica para continuar una investigación que en ese momento tan solo era una primera aproximación al tema. Lo que no me podía esperar era lo espontáneo, sincero y gracioso de su respuesta. Tras unos instantes de carcajada, me miró con dulzura y me dijo: “Mi hermana, me temo que yo para entonces no estaré aquí”. Y acto seguido, literalmente, bailó. Me pareció una muy divertida confesión de su fe en Jesús.
Y tenía razón, él ya no estará aquí. Pero gloria a Dios por la esperanza de la vida eterna que Cristo nos da.
Una de las frases que resalto de mi charla-entrevista con él es que habría sido muy difícil para Sudáfrica perdonar si no hubiera sido por su fe. Ojalá esta misma fe que movió a todo un país sea el motor del cambio que nuestra sociedad necesita.
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