Las contiendas entre hermanos, son aún más pertinaces que lo que pueda ser una ciudad fortificada.
Entre los cuidados que un gobernante debía tomar en la antigüedad, para defender sus dominios, estaba la fortificación de las ciudades estratégicas, especialmente aquellas que eran fronterizas, porque la caída de una de esas ciudades abría la puerta para que el enemigo penetrara en su territorio y lo conquistara. Que una ciudad estuviera fortificada era sinónimo de seguridad, de ahí que cuando caía, el triunfo por parte del conquistador tenía un mérito especial. La fortificación de una ciudad exigía que tuviera muros, cuanto más altos mejor, con torres de vigilancia para detectar cualquier movimiento exterior sospechoso, y una guarnición de hombres armados que la defendiera. Y si estaba situada en un emplazamiento elevado, entonces su fortificación aumentaba considerablemente.
Uno de los factores que intimidaron a los espías que fueron a Canaán para observar el estado de cosas en ese territorio, fue que las ciudades estaban fortificadas y atacarlas les pareció una tarea suicida, contagiando con su miedo al resto del pueblo. Sin embargo, la conquista de Canaán pudo llevarse a cabo, a pesar de los imposibles, de lo cual Caleb fue un brillante protagonista, al tomar nada menos que la parte más montañosa de Judá, donde estaba la ciudad de Hebrón, habitada por una raza de gigantes.
En los tiempos de la monarquía la necesidad de fortificar las ciudades más expuestas a los ataques del adversario fue tarea de bastantes reyes, porque la guerra era una realidad ineludible, de ahí que, comenzando con David, siguiendo con Salomón y su hijo Roboam, continuando con Asa y prosiguiendo con Josafat, Uzías, Ezequías y Manasés, la fortificación de ciudades se convirtió en labor forzosa.
Como toda ciudad, también las fortificadas tenían que tener una puerta, lo cual convertía a ese punto en el flanco más débil, por lo que se hacía necesario redoblar su resistencia mediante barras o cerrojos, que podían ser de madera, pero en ocasiones de bronce y de hierro. Si el enemigo quebraba el cerrojo de la puerta, entonces significaba que la defensa de la ciudad había sido vencida, lo cual sucedió con Jerusalén cuando los caldeos la atacaron. Una de las primeras tareas en el trabajo de reedificación de los muros de Jerusalén bajo Nehemías, fue la construcción de puertas, con sus cerraduras y sus cerrojos, lo cual se especifica hasta en cinco ocasiones.
Pero así como las ciudades fortificadas, con sus barras y cerrojos en sus puertas, son sinónimo de resistencia y robustez, así ocurre también en las relaciones humanas, cuando se deterioran, que degeneran en obstinación e intransigencia. Las partes enfrentadas no cederán un ápice, fortificándose con argumentos y cerrando y atrancando toda posibilidad de apertura y solución. Tanto más fuertes y duras serán las actitudes, cuanto más estrecha sea la relación entre las partes, de modo que los lazos de sangre se convertirán en un gigantesco impedimento, porque las rencillas entre parientes muy cercanos adquieren un carácter especialmente retorcido y enrevesado.
Hay un tweet de Dios que dice los siguiente: ‘El hermano ofendido es más tenaz que una ciudad fuerte, y las contiendas de los hermanos con como cerrojos de alcázar.’ (Proverbios 18:19). Este texto afirma que las contiendas entre hermanos, son aún más pertinaces que lo que pueda ser una ciudad fortificada. Se trata de un realismo crudo, que describe bien lo que ocurre cuando hay disputas familiares. Una ofensa, que en otro caso no adquiriría dimensiones considerables, se torna en un obstáculo infranqueable, que puede ser insuperable.
El caso de los hermanastros Amnón y Absalón bien podría ilustrar cómo una gravísima ofensa por parte de Amnón hacia Tamar, hermana de Absalón, acabó en el premeditado crimen de aquél por parte de éste. Es posible que ya hubiera celos anteriormente entre ambos, porque Amnón era el primogénito de David, y Absalón ambicionaba el reino, pero el desencadenante de la larvada contienda entre los dos fue la violación de Tamar.
Esaú y Jacob es otro caso de cómo una relación entre hermanos se puede torcer, hasta el punto de albergar profundo odio el primero hacia el segundo, al pensar incluso en querer matarlo, por sentir que le había usurpado su derecho a la primogenitura. La separación física de ambos hermanos durante largos años fue necesaria y, aun así, Jacob temía que su hermano tomara represalias cuando se produjera el reencuentro. Y es que no hay peleas tan difíciles de solucionar como las de familiares. De manera milagrosa, este caso se resolvió felizmente.
Pero también en el terreno de la hermandad espiritual pueden introducirse las querellas, al meterse la carne con sus obras por medio, pues no en vano el apóstol nos avisa sobre ‘enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones’ (Gálatas 5:20), que deterioran las relaciones en el seno de una iglesia. De ahí el gran cuidado que es preciso ejercer para evitar pendencias, que degeneran en enconamientos insalvables.
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