Las meras palabras, cuando lo que hace falta son hechos, solamente van a producir pobreza. Acabarán en indigencia.
En la Edad Media los estudios universitarios se componían de varias asignaturas divididas en dos categorías, llamadas trívium y quadrivium, estando en la primera categoría las de gramática, retórica y lógica, mientras que en la segunda estaban las de música, aritmética, geometría y astronomía. Este conjunto componía la materia que el alumno debía estudiar y aprobar, para alcanzar el grado de maestría. Es destacable que había una combinación de disciplinas teóricas, las contenidas en el trívium, y de disciplinas prácticas, las contenidas en el quadrivium. Las primeras tenían que ver con el pensamiento y su formulación, tanto en el lenguaje escrito como en el hablado, pues la importancia de saber emplear las palabras precisas y argumentar bien los razonamientos era, y es, fundamental.
A nadie se le escapa que todo aquel que siguiera la carrera de derecho, precisaría un diestro conocimiento de las nociones jurídicas que en los tribunales se emplean y que el fracaso planearía sobre el jurista que anduviera escaso de recursos oratorios y lingüísticos. Pero no era solamente en las audiencias y juzgados donde hablar con propiedad era condición inexcusable, también en el aula de clase cualquier profesor de filosofía tenía que saber disertar con razonamiento sólido sobre los artículos y postulados de una proposición presentada a los alumnos, para dirimir entre lo correcto y lo incorrecto y llegar a una solución verdadera de la cuestión planteada. Los conceptos y los vocablos eran los ladrillos con los que el pensamiento estaba construido, siendo la vertebración lógica de los mismos el método que los hacía inteligibles.
Pero además, las asignaturas del trívium venían en ayuda del teólogo y el predicador, que debía exponer en la cátedra o en el púlpito su alocución, por no decir de aquellos que se decidían a poner por escrito sus sistemas doctrinales. Era evidente que en estos casos las palabras y su ordenamiento adquirían una importancia sin par, porque lo que estaba en juego no era simplemente una especulación sobre las cosas de aquí abajo, sino que tenía que ver con lo trascendental. Persuadir, y no sólo demostrar, a su audiencia era la tarea suprema impuesta sobre el orador eclesiástico, por lo que tenía que saber manejar la oratoria y sus leyes, si quería alcanzar ese fruto. Y así fue como la retórica, la retórica sagrada, se convirtió en una disciplina fundamental con la que todo clérigo que tuviera aspiraciones, debía estar familiarizado.
Pero cuando el método en sí mismo se hizo tan prominente que se convirtió en un fin, entonces se pervirtió su virtud, hasta dejar de ser un instrumento para ser un impedimento. Y esto es lo que sucedió con la retórica, cuando se estaba tan pendiente de la belleza y elocuencia del discurso, que acabó por degenerar en una pedante disertación, hasta el punto de poner en evidencia su vanidad, porque lo que se buscaba era el lucimiento personal del orador, no el beneficio del oyente.
Pero el problema en que se pueden convertir las palabras no yace solamente en el púlpito o en otro estrado, sino en el habla cotidiana de todos los días, cuando hay una diferencia entre lo que se dice con los labios y lo que los hechos proclaman. Aunque la persona no tenga la más mínima idea de lo que es la retórica y tal vez ni siquiera sepa qué quiere decir esa palabra, lo cierto es que su retórica, cuando sus hechos van en otra dirección, no es más que mera palabrería, por más adornada y florida que pueda estar. En estos casos, además, la profusión de ornamentos y aderezos verbales suele ir en proporción directa a la disonancia que hay con los hechos. Es decir, cuanta mayor es la diferencia entre palabras y hechos, más rebuscadas y artificiales son las primeras, en un vano intento de compensar lo que le falta a los segundos. Igualmente es el caso cuando los hechos están ausentes y se pretende solo con palabras llenar el hueco.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘En toda labor hay fruto; mas las vanas palabras de los labios empobrecen’ (Proverbios 14:23). El texto consta de dos partes, presidiendo la primera la labor y la segunda el discurso. La labor a la que se hace referencia no es una labor ligera, sino una que es dura y exigente, como significa el vocablo que se ha traducido por labor. El esfuerzo sufrido, dice el pasaje, tiene su recompensa, siendo una verdad que se aplica a todas las esferas de la vida. Por el contrario, las meras palabras, cuando lo que hace falta son hechos, solamente van a producir pobreza. No importa cuán elevado sea su volumen, ni qué abundante sea su cantidad, ni cuánta agudeza desplieguen, esas palabras acabarán en indigencia.
Pero la verdad de este tweet de Dios también tiene su aplicación en el supremo negocio del alma, donde la parte que a nosotros nos corresponde hacer no puede ser reemplazada por lo que sale de nuestros labios. Y como en este terreno ya no estamos tocando cuestiones temporales, sino lo que atañe a la eternidad, se hace urgente tomar nota de la enseñanza que transmite, porque las palabras no pueden sustituir a los hechos.
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