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En la Feria Mundial de Nueva York

Había salido de Tánger seis meses antes, en los que había vivido experiencias con las que ni siquiera había soñado.

EN LA úLTIMA FARRA DE MI VIDA AUTOR 89/Juan_Antonio_Monroy 29 DE OCTUBRE DE 2021 10:08 h
Fotografía de Juan Antonio Monroy que aparece en la portada de su libro 'Memorias gráficas'.

Del 21 de abril al 16 de octubre de 1964 tuvo lugar la Feria Mundial de Nueva York.



Un sábado, Baloum llevó a un grupo de jóvenes de su Iglesia a visitar las instalaciones. Yo no pude ir, debía predicar mañana y tarde en dos iglesias. Baloum regresó con una sorpresa para mí: había visto mi libro La Biblia en el Quijote, publicado el año anterior en Madrid por la Editorial Victoriano Suárez, expuesto en el pabellón español de la feria.



El 13 de junio de aquel 1964, sábado, reservé todo el día para mí. Era mi cumpleaños. Decidí pasarlo en la Feria Mundial, a la que llegué en autobús.



Allí encontraría lo que inconscientemente andaba esperando. En el pabellón español estaba mi libro. Permanecí una hora departiendo con el personal que tenía la venta a su cargo. Firmé dos ejemplares a matrimonios argentinos, turistas, interesados en la Biblia o en Don Quijote.



Después me dirigí al pabellón protestante. Era enorme. Unas veinte denominaciones allí representadas. En el stand, como figuraba en inglés, la caseta más grande era la de Billy Graham. Me llamó la atención una que desplazaba a todo lo largo un cartel hecho en tela que decía en inglés: “The Churches of Christ salute you” (“Las Iglesias de Cristo os saludan”). La única persona que estaba en el stand era un hombre que representaba unos 35 años. Vestía una camiseta amarilla. Luego supe que se llamaba Tom Isaac, era predicador de una Iglesia situada en la calle Gentill, en Nueva Orleans. Al verme curioseando me entregó un libro y me pidió que escribiera en él mi nombre y dirección. Obedecí. Tras el nombre y apellido escribí el de una oficina que estaba montando en Madrid, en el 52 de la calle López de Hoyos.



Eché a andar.



Me llamó.



— ¿Es usted español?



— Sí



— ¿Es católico?



— No. Soy cristiano.



Reaccionó con aparente alegría.



— Deme la mano, también yo soy cristiano.



Fui algo brusco.



— Usted no es cristiano. Está en este pabellón, junto a todas las denominaciones protestantes. Debe ser una de ellas.



— No, no, la Iglesia de Cristo no es una denominación. Déjeme que le explique.



Transigí. Hablamos durante tres horas, con la Biblia abierta. Le invité a paella en el restaurante español del pabellón. Me despedí de él hasta el próximo sábado. Me dejó cuatro libros en inglés de los que tenía en exposición. Me pidió que los leyera.



Lo hice. Me enfrasqué en la lectura hasta altas horas de la noche. Por las mañanas no tenía compromisos para predicar. Me levantaba en torno a las diez. Seguía leyendo hasta las dos de la tarde.



El primero cuya lectura concluí fue Memoir of Alexander Campbell. Trataba de la fundación del Movimiento de Restauración. En aquel libro conocí a sus líderes: Thomas Campbell, irlandés, el máximo; Barton Stone, Walter Scott, John Smith y otros. Me enteré de la diferencia existente entre la Reforma de Martin Lutero y el Movimiento de Restauración. Lutero sólo pretendió algunas reformas doctrinales en el seno de la Iglesia católica. Los fundadores del Movimiento de Restauración pretendían restituir la Iglesia de Cristo a su época primitiva.



En los siguientes libros comprobé las diferencias existentes entre la Iglesia de Cristo y las denominaciones protestantes.



El lema del Movimiento de Restauración era hablar donde la Biblia habla y callar donde la Biblia calla.



La organización de la Iglesia, que figuraba en las obras que estaba leyendo, consistía en un Consejo de Ancianos, también llamados pastores, otro Consejo de Diáconos y el hombre del púlpito conocido como predicador.



La Santa Cena tenía lugar cada domingo. Las iglesias no tenían estatutos escritos. Su único credo era la Biblia. En la adoración dominical no había instrumentos musicales. Tampoco los había en la Iglesia donde yo fui convertido en Tánger.



El bautismo tenía lugar inmediatamente después de que la persona hiciera profesión de fe, sin necesidad de un curso previo, lo que había sido mi caso, bautizado al día siguiente de haber aceptado a Cristo como mi Salvador.



Un sistema que consideré importante fue la ausencia de una organización central, como ocurría con los Bautistas del Norte, los Discípulos de Cristo y otras denominaciones evangélicas. Es decir, no había una junta piramidal que decidía donde debía estar cada pastor y controlaba y distribuía el salario mensual de cada uno de ellos. En la Iglesia de Cristo la independencia económica entre unas y otras era total. Al no existir una junta central eran las propias congregaciones las que decidían por sí mismas a qué predicador o misionero contrataban para el trabajo y la cantidad correspondiente le era enviada directamente desde la tesorería de la Iglesia local al individuo, sin intermediarios.



Volví a ver a Tom. Le hice saber que había leído los cuatro libros y estaba muy inclinado a trabajar con las Iglesias de Cristo. Me comunicó que había terminado su servicio en el Pabellón de la Feria y regresaba a Nueva Orleans. Me presentó un nuevo contacto: E. J. Sumerlin. Era predicador de la Iglesia en Manhattan. Al residir en Nueva York me telefoneaba a diario y nos reuníamos con relativa frecuencia. Todo su empeño era que le acompañara en un viaje por Estados Unidos para que viera por mi mismo las iglesias y su funcionamiento.



Me llaman de Puerto Rico. Era el doctor Juan Francisco Rodríguez, presidente en la isla del Instituto y de las iglesias Defensores de la Fe, con residencia en Río Piedras. Quiere que vaya durante una semana. Me pide varias conferencias sobre liderazgo cristiano y la exposición del Cantar de los Cantares en la Iglesia que pastoreaba. Acepté.



Tres días después hablo con su hija mayor, Miriam, para coordinar mi visita. Dice que es profesora de Literatura Inglesa en la Universidad donde fue rector el poeta andaluz, premio Nobel de Literatura, Juan Ramón Jiménez. Le sugiero que podría dar una conferencia sobre él en la universidad. Lo averiguaría.



Hablo con Sumerlin del viaje a Puerto Rico. Se muestra pesimista. Teme que pueda quedarme en Puerto Rico o llegue a un acuerdo con los Defensores de la Fe para el trabajo en España. Lo calmo. Digo que regresaré a Nueva York y lo llamaré.



Todo fue bien en Puerto Rico. Cumplí en el Instituto y en la Iglesia lo que se me había pedido. Presento en la universidad la misma conferencia sobre el autor de Platero y yo que pronuncié en el Centro andaluz de Nueva York.



Regreso a Nueva York con 1.450 dólares y gastos pagados. Retomo el contacto con Sumerlin. En los primeros días de octubre tomamos el avión hacia Estados Unidos. La primera parada fue San Antonio, en Texas, donde su padre tenía un rancho. Sumerlin reúne en un hotel a un grupo de Ancianos y predicadores de iglesias de la zona. Hablo 35 minutos sobre la situación religiosa en España y por qué estaba allí. Escuché mis primeros aplausos. Casi todos dijeron a Sumerlin que querían ayudar económicamente.



Durante octubre, noviembre y mitad de diciembre recorrimos seis estados del país: Texas, Tennessee, Oklahoma, Alabama, California, y Arkansas. Yo hablaba en las iglesias y Sumerlin recogía las ofrendas que nos daban. Este dinero nos permitía pagar hoteles y restaurantes durante los días que no visitábamos iglesias, que normalmente, con algunas excepciones, sólo ocurría en miércoles y domingos.



En Nashville, Tennessee, conocí en la Iglesia de West End a un hombre que a pesar de no tener más de 50 años, ejercía como Anciano en la congregación, Jack Sinclair. Tremendamente simpático. Empresario bien situado. Quería que trabajara con ellos. Sumerlin se opuso. Me dijo que me tenía medianamente comprometido con una Iglesia en Texas.



La Iglesia de Nashville acabó sosteniendo a Félix Benlliure en Mollerusa y más adelante contribuyendo a la publicación de la revista Restauración.



Llegamos a Texas. A una ciudad de cien mil habitantes entonces, llamada Abilene, a 260 kilómetros de Dallas. Pese a ser una ciudad pequeña contaba con tres universidades y 27 iglesias de Cristo.



Una de estas iglesias, situada en la avenida de Highland, con 2.000 miembros, me pidió hablar un domingo por la mañana. Lo hice durante 40 minutos. Traté del Movimiento de Restauración, que ya conocía bien, y de la necesidad de expandirlo por todo el mundo, incluida España.



Fueron muchos los que se extrañaron que un español recién llegado conociera tanto sobre el Movimiento de Restauración. Así me lo dijeron. Lo que yo hago procuro hacerlo bien.



Los Ancianos eran 12, me convocaron a una reunión a las seis de la tarde. Quedé fichado. Firmé un contrato indefinido para trabajar con ellos, con un buen salario mensual. Tres días después firmé otro contrato en mi condición de periodista con el Heraldo de la Verdad, empresa de televisión, radio y prensa dependiente de las Iglesias de Cristo.



En los primeros días de diciembre regresé a Tánger, de donde había salido seis meses antes, y en los que había vivido experiencias con las que ni siquiera había soñado.



Uno de los recuerdos más gratos que tengo de Nueva York fue la conferencia sobre libertad religiosa y derechos humanos que impartí en el prestigioso Club Internacional de Prensa de América el 18 de octubre de aquel año 1964. Este Club estaba reservado a políticos, diplomáticos, embajadores, gente importante. La conferencia fue organizada desde Texas por el entonces director de El Heraldo de la Verdad, Clois Fowler. La más importante fotografía de aquel evento cubre toda la portada de mi libro Memorias gráficas.


 

 


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