Aterricé en el aeropuerto de Nueva York el 4 de junio de 1964, nueve días antes de cumplir 35 años.
Finalicé mi artículo de la semana pasada escribiendo sobre el regreso de Londres a Tánger, reanudando todas mis iniciativas en la ciudad marroquí.
A mediados del año 1963, Zacarías Carles me escribe diciendo que los directivos de la Misión Cristiana en Canadá habían decidido que fuera a Estados Unidos al año siguiente. Prepararían intervenciones mías en iglesias del país para que les hablara del trabajo de la Misión en España y contribuyera a recaudar fondos. Por otro lado, la idea de Carles era que le sustituyera al frente de la Misión en Canadá y Estados Unidos, con residencia en Riverside, California, donde existía una de las tres oficinas que tenía la Misión.
Aterricé en el aeropuerto de Nueva York el 4 de junio de 1964, nueve días antes de cumplir 35 años.
Allí me esperaban Zacarías Carles y Miloslav Baloum. Este hombre fue mi ángel los seis meses que estuve en Nueva York. Era ruso, pero de su estancia en Argentina había aprendido un español perfecto. Por entonces pastoreaba una congregación hispana en la zona del Bronx. Vivía solo, en un piso amplio, con varias habitaciones. Me ofreció hospedaje gratis. Una amplia habitación con cama grande, baño completo y acceso a la cocina. Muy bondadoso conmigo. Llegué a quererle. Las noches que teníamos libres las pasábamos hablando sobre la crisis del protestantismo. Sus tesis era que sólo los creyentes estábamos llamados por Dios para gobernar el mundo.
Carles me presentó un calendario de cuatro meses con nombres de ciudades e iglesias que tenía concertadas. Tenía una larga tarea delante de mí. Le pedí que antes de iniciarla quería ir a la oficina central de la Misión en Toronto, Canadá, conocer a los directivos, estudiar la forma de trabajar en Estados Unidos. Desde Nueva York, Carles y yo fuimos en avión a Toronto.
Yo tenía que hablar en inglés en muchas iglesias. Tenía que estar al día del trabajo de la Misión y cómo se hacían las cosas en Estados Unidos.
Pasé varios días estudiando papeles y revisando libros de contabilidad. Lo que llegué a conocer hundieron mis ilusiones. No puedo ni quiero escribirlo aquí. Solicité una reunión con los principales directivos, Carles entre ellos, en su calidad de presidente, y presenté mi dimisión irrevocable. ¡Se armó Troya! El tesorero, que se llamaba McMurray, se alzó de su asiento furioso y dijo que si dimitía tenía que devolverles todo el dinero que habían invertido en preparar cuatro meses de conferencias en tantas ciudades del país. No respondí. Concluyó la reunión sin acuerdos. Dos días estuvo Carles tratando que rectificara. Me hizo ver que si yo dimitía la Misión terminaría en España y los pastores que aún había quedarían sin sostenimiento económico.
Me mantuve en mis intenciones. No sabía cómo iban a sobrevivir aquellos pastores, pero yo no podía seguir al frente de aquella Misión. Regresé a Nueva York. Conté a Baloum lo ocurrido. Con su bondad natural dijo que podía quedarme en su casa todo el tiempo que quisiera. Esto era vital para mí. No habría podido pagar un hotel.
Baloum me consiguió una entrevista en un periódico evangélico de habla hispana que se editaba en Nueva York. Expliqué quién era, qué había hecho, que hacía en Nueva York y qué podía ofrecer. Imprimieron mi número de teléfono.
La primera llamada fue del Centro Andaluz. Sabían de mis conocimientos de literatura y me preguntaban si podía ofrecer en el Centro tres conferencias sobre autores andaluces. Aquello me vino como anillo al dedo. Cuando en Tánger preparaba la maleta para el viaje, eché, en previsión, quince conferencias de las muchas que tenía escritas en español. Tres sobre conocidos autores andaluces, tres sobre el Cantar de los Cantares, una sobre el Salmo 90 y cuatro más sobre distintos temas de actualidad. Para mi trabajo en inglés no necesitaba mucho papel. Se me había dicho que en cada iglesia hablara de lo mismo: el trabajo de la Misión Cristiana en España y la necesidad de ayuda económica.
En el Centro Andaluz de Nueva York expuse tres conferencias sobre la dimensión religiosa de Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Antonio Machado. Las escribí para las Islas Canarias. En la Universidad de La Laguna, en Tenerife, hablé de Juan Ramón, y en el Centro Pérez Galdós, de Las Palmas, de Lorca y Machado.
Los del Centro Andaluz en Nueva York me pagaron bien. Quedaron contentos y hubo buena asistencia.
Se corrió la voz. Por entonces en el gran Nueva York había unas 300 iglesias de habla hispana. Me llovieron las invitaciones. La mayoría de iglesias prefería El Cantar de los Cantares. Todas me entregaban una ofrenda al terminar de hablar, en algunos casos considerable, dinero que yo iba ahorrando, porque en comida gastaba poco y el hospedaje lo tenía gratis. Por aquellos días recibo una llamada telefónica de un hombre que se identificaba con el apellido Soto. Quería que predicara en su Iglesia, el domingo a las siete de la tarde. Acepté. Me dio la dirección en Brooklyn. Llego en metro y luego en taxi. Me veo ante un gran templo. Entro y estaba lleno de gente. Soto me dijo que aquel domingo asistieron más de 1.000 personas. Hablo sobre el primer capítulo de Apocalipsis. Me da 200 dólares. Después de la reunión me invita a cenar y me hace la propuesta en la que pensaba antes de hacerlo a predicar. Era el presidente de la rama hispana de los Bautistas del Norte. Amigo de Baloum, estaba enterado de mi situación tras haber dejado la Misión Cristiana. Me dijo claramente qué quería de mí. Que pasara las iglesias que quedaban en España de la Misión Cristiana a los Bautistas del Norte. Ellos sostendrían económicamente a los pastores y a mí me pasarían un sueldo mensual considerable.
En España yo conocía a los Bautistas del Sur, entre los que tenía buenos amigos. Hablando con Baloum me dijo que los del Norte eran fieles en la doctrina, pero más liberales, más abiertos que los del Sur.
La oferta era tentadora en las circunstancias por las que estaba pasando, pero no acepté de inmediato. Quedamos que lo pensaría.
Comprobé que en los círculos evangélicos hispanos de Nueva York se me estaba teniendo en cuenta. Tres iglesias me habían pedido que me quedara como pastor. Una, llamada Juan 3:16, con más de 1.000 miembros entonces. Hasta cierto punto, era lógico. Yo era español, joven, con conocimiento de la Biblia, una voz fuerte, destacado como orador, versado en literatura universal, periodista y autor de libros, todo esto me favorecía, especialmente con iglesias grandes.
Tuve una segunda oferta: recibo una llamada de Connecticut, Estado al este de Nueva York. El conocimiento de mis actividades se estaba extendiendo más allá de Nueva York. El hombre al otro lado del teléfono me dice que un pastor amigo suyo en la gran ciudad le había hablado de mis conferencias sobre el Cantar de los Cantares y me pedía que las repitiera en su iglesia viernes, sábado y domingo. Acepté. Llegué en tren el jueves por la tarde. El predicador era de Puerto Rico. Unos 40 años. Muy simpático. Alegre. Estuve con él tres días y medio. Era presidente de la Junta de los Discípulos de Cristo. Hasta él había llegado la noticia del rompimiento con la Misión Cristiana Española. Me propuso pasar a su denominación las iglesias restantes de la Misión. Se harían cargo inmediato del sueldo de los pastores y yo sería nombrado presidente de la denominación en España. Pasado el tiempo comprobé que los Discípulos de Cristo constituían la rama más liberal del Movimiento de Restauración. Su sistema doctrinal difería bastante del aceptado por las Iglesias de Cristo. Entonces yo no sabía nada de esto. Vi en los Discípulos la oferta sincera de una denominación evangélica que quería entrar en España. Le respondí que lo pensaría.
¿Qué me estaba ocurriendo? Ni yo mismo lo sabía. Había recibido ofertas de dos denominaciones que solucionarían el problema económico de los pastores que quedaban de la Misión Cristiana y el mío propio, y los había rechazado. ¿Esperaba una tercera oferta? Lo ignoraba.
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