El tweet de Dios sobre el discurso del engaño

El discurso ha adquirido en este tiempo una dimensión que nunca antes tuvo, fruto de la facilidad que presenta la tecnología para que cualquiera pueda exponer su pensamiento. Si antaño la palabra discurso estaba relacionada con el ejercicio de la oratoria, función que estaba reservada para unos pocos en ámbitos muy especiales, como una sala de conferencias o la tribuna de un parlamento, actualmente la palabra discurso ha adquirido un matiz que tiene mucho más que ver con la esencia de las ideas que sustenta una persona o un colectivo. Es decir, ahora el discurso es en sí la idea, no tanto la forma retórica en la que se presenta. Por eso se habla de discurso no para referirse a alguna alocución, disertación o arenga, sino para referirse a una ideología.

En ese sentido algunos discursos han adquirido una hegemonía casi total, hasta el punto de que quien se atreva a cuestionarlos o rechazarlos puede verse en una situación muy comprometida. Si estuviéramos viviendo en una dictadura sería lógico que apartarse o combatir el discurso hegemónico fuera perseguido; pero resulta que es en las democracias donde se está ejerciendo una descomunal presión sobre quienes disienten de los discursos que han adquirido rango de oficialidad y legitimidad. Una de las maneras en que se promueve tal presión es con la catalogación de ‘discurso del odio’. Como en esa expresión cabe mucho o poco, dependiendo de la interpretación que se le quiera dar, es por lo que se puede aplicar a los que efectivamente siembran el odio con palabras y acciones violentas, como también a los que esgrimen sus ideas con razonamientos cabales. Y de esta manera es donde surge un uso y abuso de la expresión, al estar siendo empleada indiscriminadamente contra todo el que diverja.

Es evidente que la ideología nazi fue responsable de muchos de los grandes crímenes que hubo en el siglo XX, al difundir un ‘discurso del odio’, basado en un argumento racial que era una mentira. Las atrocidades a las que aquel discurso llevó, son bien conocidas. Apartarse de tal discurso también tuvo consecuencias. Cuando en la URSS se quiso acabar con la disidencia, uno de los medios empleados, aparte de otros más expeditivos, fue el de declarar enajenados a tales personas, gracias a informes que psiquiatras escogidos por el régimen elaboraban. Estar mentalmente sano y discutir o rechazar el discurso oficial eran cosas contradictorias, de modo que todo aquel que lo negara era enviado a un psiquiátrico, sin más. La locura era la explicación de su oposición, porque era imposible que alguien pudiera estar cuerdo y no estuviera de acuerdo con el discurso dominante.

Hoy con la frase ‘discurso del odio’ es como se explica que haya opositores a este régimen de cosas actual. El que difiera o proteste, puede ser un divulgador del ‘discurso del odio’. Pero ¿no cabe la posibilidad de que detrás de esta argumentación haya todo un ‘discurso del engaño’, es decir, que los promotores de la frase ‘discurso del odio’ en realidad estén yendo más allá de lo legítimo, para enmascarar un discurso que, con toda justicia, se puede llamar ‘discurso del engaño’? Porque ¿cómo se puede llamar orientación a la desviación? Y ¿cómo se puede llamar diversidad a la indignidad? Hay un engaño en este desplazamiento de las nociones, que se promueve desde las más altas instancias y se nos quiere vender como si fuera una verdad incontrovertible. Y para ello se recurre a intimidar, a amenazar, a denigrar y a denunciar, para que todos nos quedemos paralizados, como conejos asustados, ante esta abierta cacería contra todo el que intente sostener otro discurso. 

Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘El que justifica al impío y el que condena al justo, ambos son igualmente abominación al Señor.’ (Proverbios 17:15). Hay un juego de palabras en la primera parte de este pasaje, que se pierde en la traducción y que para mantenerlo habría que hacer una traducción como: ‘El que justifica al infame y el que infama al justo, ambos son igualmente abominación al Señor.’ Pero la primera traducción, aun perdiendo un tanto el paralelismo existente entre las palabras originales, conserva la fuerza de su intención. Hay diversas maneras por las que se puede justificar al malvado, siendo una de ellas la de respaldarlo individualmente; pero hay otra más poderosa, como es la de sostenerlo mayoritariamente; pero todavía hay otra más vigorosa, que es la de refrendarlo legalmente. Y viceversa, se puede condenar individualmente al justo; pero también se le puede condenar mayoritariamente; y también hasta legalmente. Porque justificar y condenar no es algo privativo de los tribunales. Se hace todos los días por muchos otros canales.

Justificar al malvado es fácil, sobre todo si el malvado forma parte de aquellos con quienes simpatizo, a quienes apoyo. No importa si su pensamiento y su conducta son reprobables; basta con que sea de los míos, para que eso sea suficiente para justificarlo. Condenar al justo es fácil, sobre todo si el justo es de los que están en mi contra, de los que no me dan la razón. No importa si su pensamiento y su conducta son irreprochables; basta con que lo tenga de frente, para que eso sea suficiente para condenarlo. Pero ambas cosas, dice este tweet, son una abominación ante Dios, por la razón de que en las dos se está quebrando el principio elemental de la justicia, que estipula una retribución, no de acuerdo a la parcialidad interesada, sino de acuerdo a la equidad imparcial. Todo lo que no sea eso es, ciertamente, un ‘discurso del engaño.’