Un nuevo día

Suena el despertador, 7:30 am. 

Abandono con prontitud el letargo presta a vivir el día que me toca, un nuevo día que Dios me regala.  

Ella aún duerme. Insólito pero real.  

Sin hacer ruido, entre bostezos y un continuado baile de desperezos, me dispongo a preparar el café.  

Oigo sus pasos por el pasillo; ya está despierta. Aparece en el umbral de la cocina con su negro y alborotado cabello y los ojos semicerrados molestos por la luz artificial. 

Buenos días madre. Su voz de adolescente inunda la estancia, una voz que suena a milagro, a promesa cumplida. 

Abrazo su inquieto cuerpo poco presto a ser ceñido. Lo aprieto sabiendo que le incomoda, pero con la necesidad de sentir su roce, su tenue calor, su aroma. 

Tras su aparición, comienza una retahíla de preguntas a las que me cuesta responder; casi todas de carácter meteorológico.  

Cuando suelta su monólogo le expreso que todavía es demasiado pronto para saber cómo va a proceder el día. Le pido, casi en forma de ruego, que me permita tomar un café, luego hablaremos. 

Desaparece dejándome a solas con mi taza de elixir mágico. Una taza que, detenida entre mis manos, sirve de excusa para tener un tiempo pausado; lectura y oración.  

La mañana se va desnudando frente a mí, los rayos de sol penetran tímidamente entre los visillos de la ventana. Los sonidos del día emergen del silencio en el que han permanecido durante la noche y eclosionan con brío al ser avivados por la luz del astro rey.  

Cierro los ojos y emito una oración, le concedo a Dios el control de la nueva jornada. 

Dejo en sus sabias manos todo lo que me estorba, inquieta y preocupa. Soy suya, descanso en Él.  

Antes de comenzar con las faenas rutinarias hago mi aparición en la estancia donde ella se encuentra, me mira y antes de que abandone la habitación exclama casi sin mirarme: 

- ¡Te quiero guapa!  

Sonrío. Sé que ella es un milagro. Me siento privilegiada por tenerla.  

Dios sigue siendo fiel.