Un molesto clamor

Corre tras el gentío. El pelo enmarañado, el rostro sudoroso.

De puntillas intenta ver a Jesús entre la multitud agolpada.

No es judía, no conoce al Dios que los judíos adoran, pero ha oído hablar de Jesús.

Su hija sufre; cuando un hijo sufre una madre hace lo que sea por calmar ese dolor.  

Abriéndose paso entre la muchedumbre emite un grito desesperado.

Ese grito, pese al ruido, rasga el aire, un aire cargado, caliente, con olor a polvo del camino y herrumbre humana.

Grita con todas sus fuerzas y el clamor, resulta molesto.

Los discípulos se incomodan ante las palabras pronunciadas con vehemencia, aulladas desde el corazón.

Jesús no responde, Él espera.

Rota, con el alma herida, se postra abatida.

¡Señor, socórreme!

Vuelca todo su ser a los pies de quien reconoce como Hijo de David. Ha oído hablar de Él y sabe que tiene poder para sanar, para liberar.

Grita desconsolada. Clama desde su tormento. Ruega, henchida de dolor.

Y Él, se inclina a oír. Deja a un lado los convencionalismos y tiende un puente de unión que acerca al ser abatido hasta el borde de su manto.

El milagro se produce y los legalistas rasgan sus vestiduras.

Una mujer ha recibido un abrazo de Dios, su hija ha sido sanada.

Esa mujer jamás será la misma, ha tenido un encuentro con el maestro y por ello su vida ya tiene sentido.

El clamor molesta a quienes se complacen con el guion establecido, el protocolo marcado.

Qué bueno saber que Dios se salta las normas para llegar a quienes claman con fe.