Algunos no quieren pararse porque eso les obligaría a pensar.
El campeonato mundial de Fórmula 1 del año 2007 terminó de la manera más inesperada.
Durante todo el año, los dos pilotos de la escudería McLaren habían comandado la clasificación, pero esa disputa casera hizo que el piloto de Ferrari, Raikkonen, aprovechase sus oportunidades y se proclamara campeón contra todo pronóstico. Las palabras de Fernando Alonso, el piloto principal de McLaren ese año (el segundo piloto era Hamilton) cuando se le preguntó si su propio equipo estaba ayudando más a su compañero que a él, con lo que había perdido la oportunidad de ser campeón, dieron la vuelta al mundo: “Es mejor callarse que mentir” (!).
Aunque nunca han faltado las controversias y la emoción en las carreras de Fórmula 1, sin ninguna duda lo que más nos asombra es ver a los pilotos manejando sus máquinas a más de trescientos kilómetros por hora. Eso sí es ir rápido. Ninguna otra competición se mueve a esa velocidad.
Algunos viven así de rápido aunque no hayan conducido un coche de carreras en toda su vida. Quieren tener la mayor cantidad de cosas, disfrutar de la mayor cantidad de situaciones y llegar al mayor número de lugares en el menor tiempo posible. El problema es que con esa rapidez no solo no disfrutas de casi nada (¡no te da tiempo!), sino que corres el riesgo de romper tu motor debido al estrés. El querer tener más, ganar más y aparentar más es la enfermedad que más corazones ha destrozado.
Desgraciadamente, la sociedad solo mide la vida de las personas en términos de objetivos alcanzados. Parece como si la mayoría quisiera vivir permanentemente en el carril rápido de la autopista. Siempre adelantando, siempre dejando a alguien atrás, siempre en absoluta tensión. Sin tiempo para descansar un solo momento. Sin parar, sin querer ver nada, sin disfrutar de los lugares que la naturaleza nos muestra a ambos lados de la carretera. Sin hablar con nadie, solo conversaciones rápidas de negocios, planificaciones de reuniones y broncas para todo aquel que no se porte bien.
La cuestión es ir rápido, no importa a dónde estás llegando ni si sabes en qué dirección vas. Tienes que ir más rápido que nadie. Muchos viven así.
Puede que lo hagan porque saben que no hay nada al otro lado del éxito. No quieren vivir la frustración de lo que pueda ocurrir, y de esa manera “Tropezarán unos con otros como si huyeran de la espada aunque nadie los persiga; no tendréis fuerza para hacer frente a vuestros enemigos” (Levítico 26:37).
Algunos no quieren pararse porque eso les obligaría a pensar. El problema es que cuando llega el tropiezo, la huida o el desánimo, nada parece tener sentido. Todo lo que tenemos alrededor nos hastía, por muy caro que sea o por mucho que nos haya costado conseguirlo.
Y entonces nos damos cuenta de que lo que realmente merece la pena quizá se ha ido ya. La vida se va rápidamente.
No quieras acelerarla todavía más.
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