Hay decisiones en la vida de las personas que nunca deberían tomarse a menos que se tenga la madurez suficiente para ello.
En relación con la posible aprobación de la Ley Trans y lo relacionado con ella me ha hecho recordar los primeros años de los sesenta del siglo pasado. Yo trabajaba en un taller de joyería en un cuarto piso cerca del conocido barrio de la Magdalena y, cada jueves, pasaba una columna de a dos compuesta por unos 150 o 200 seminaristas del Seminario de San Pelagio de Córdoba de unos 13 o 14 años de edad en adelante. El jueves era el día en el que por la tarde salían a jugar al fútbol al campo que tenían en el colegio de los Salesianos.
Sería interesante hacer un estudio acerca de los motivos que llevaban a los adolescentes y jóvenes en aquel tiempo a entrar al seminario, sabiendo que estarían allí bastantes años estudiando de forma interna. Bueno, se supone que los motivos podrían estar claros: “La vocación para el sacerdocio”. Y eso no hay que ponerlo en duda.
Sin embargo, también se oía con cierta frecuencia que en aquel tiempo de necesidad, había padres que mandaban a sus hijos al seminario para que recibieran una formación sólida y, llegado el momento, se salieran alegando que se habían equivocado respecto de su “vocación para el sacerdocio”. Así estarían mejor preparados (con el bachiller hecho, y algo más) para enfrentarse a la vida en aquellos años con bastantes dificultades para abrirse camino. No es algo que se pueda asegurar, pero es posible que se dieran algunos casos.
Lo dicho no quiere decir que una gran mayoría de chicos no entrara en el seminario con el deseo de abrazar el sacerdocio como su vocación de servicio a Dios y al prójimo. Yo mismo, en mi adolescencia, decía que quería ser cura. Fui monaguillo en varias ocasiones; pero en la medida que fui creciendo me di cuenta de que aquella vocación y forma de vida no era para mí. Lo cierto es que en la mayoría de las familias que eran religiosas, esta vocación la consideraban como un privilegio y era alentada si alguno de los hijos la manifestaba abiertamente.
Pero el asunto es que en muchos casos los chicos que entraron en el seminario y que creían que tenían la vocación para el sacerdocio, a medida que pasaban los años e iban madurando como personas, se daban cuenta de que aquella no era su vocación y sufrieron verdaderas crisis porque, ¿qué hacer ahora después de tantos años de estancia en el seminario y dedicados plenamente al estudio? Eso no era lo que esperaba la familia; y si ésta era religiosa, mucho menos todavía. Pero por parte de las autoridades religiosas del seminario tampoco encontrarían “toda” la comprensión que necesitaban. No, no era fácil “abandonar” ya que, para el que sufría la crisis era como una especie de traición a Dios, a sí mismo, a la familia y a la institución religiosa.
No me hubiera gustado estar en la piel de aquellos pobres jóvenes cuando descubrieron que no se sentían identificados con aquello en lo que habían creído en el pasado y por lo cual tanto habían luchado.
Así que unos salieron del seminario y orientaron su vida de forma secular; pero otros, aún no teniendo la vocación, se quedaron. Los resultados en estos últimos casos podrían ser caso de un estudio profundo al respecto. Evidentemente las consecuencias negativas debieron ser nefastas para ellos así como para otras personas.
¿Pero qué tiene esto que ver con el tema de “la Ley trans”? Pues que hay decisiones en la vida de las personas que nunca deberían tomarse a menos que se tenga la madurez suficiente para ello.
Un niño no puede tomar una decisión definitiva sobre su llamado divino a un ministerio determinado y ligarse de por vida a una decisión de ese calibre (ahora da igual si es católico o protestante) en tanto que no ha crecido y alcanzado la suficiente madurez como persona para poder valorar todo lo que implica esa decisión.
Pero mucho menos un adolescente (ni joven) estará preparado para tomar una decisión del calado que supone el cambiar de sexo (si eso fuera posible) tal y cómo proponen estos modernos “gobernantes” (por supuesto no entro en la licitud del mismo desde el punto de vista teológico, pero creo que como cristianos también debemos planteárnoslo de forma muy seria). Pero además, me pregunto qué papel está jugando aquí la ciencia (biología, genética, etc.) y si es que, como en algunos otros casos ha pasado, se amordaza a los que estarían en contra de estos “experimentos” porque no se quiere oír la verdadera realidad de los hechos. No sería la primera vez.
La gran crisis experimentada por muchos seminaristas ante la realidad de una decisión vital tomada a una edad demasiado temprana, bien podría darse en bastantes de estos casos que decidieron “confiadamente” cambiar de sexo, animados por los cantos de sirena de aquellos que desean, por encima de todo, que las cosas sean como no son realmente. ¿Y entonces? Entonces ya no habrá marcha atrás. El daño habrá sido hecho de forma irreversible por ir en contra de la misma naturaleza. Y eso hay que decirlo. Porque en el caso de fallar en relación con la vocación, como decíamos más arriba, la persona siempre tiene la opción de reorientar su vida, pero en el caso que nos ocupa, no es así.
Lo peor de todo es que a esas decisiones llegarán algunos (¡o muchos!) jovencitos y jovencitas debido a la “educación” en las escuelas y el continuo estímulo a través de los medios de comunicación que propondrán a los niños y niñas, de forma continua y machacona: “Vosotros, niños y niñas podéis elegir lo que queráis ser, niños o niñas; y nadie deberá ni podrá impedirlo. ¡Ni siquiera vuestros padres y madres¡ ¿Vale? ‘¿‘Síiií, profe’!’”. Esto se puede entender (¿y habrá que aceptarlo?) dado que como dijo la que entonces era Ministra de Educación: “No debemos pensar de ninguna manera que los hijos y las hijas pertenecen a los padres”.
Es mi impresión que jamás se había visto cosa más perversa. No solo lo que dijo la ahora exministra, sino gran parte de lo que rodea a esta “Ley trans”.
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