‘El orador’, de Cicerón

Llegué a tener 6.000 libros. Desde hace unos cuatro años vengo regalando, a amigos, especialmente a FEREDE. Aún me quedan unos 4.000. No los tengo en formato de libros electrónicos, están distribuidos por las dos plantas de la casa que habito. Hasta donde me ha llegado el tiempo he ido agrupándolos por temas y autores. Pero con poco orden. De vez en cuando descubro uno bueno cuya existencia ignoraba.

Es lo que me ha ocurrido estos días. He topado con un hermoso libro sobre el orador y la oratoria escrito por Cicerón, enviado por mi muy querido amigo Pérez Alencart hace diez años, según la dedicatoria. Lo he leído estos días y me fustigo por no haberlo hecho antes. Es una maravilla de libro.

Marco Tulio Cicerón, conocido como uno de los principales abogados y oradores de Roma, nació el año 106 antes de Cristo y desnació en diciembre del año 43 de la misma era. En vida desarrolló el arte de la oratoria, alcanzando en su progresiva evolución la mayor plenitud. Entre sus obras y demás escritos figura El orador, que dedicó a su amigo Marco Bruto, uno de los asesinos del César.

El libro que estoy comentando ha sido traducido al español por Alfonso Ortega Carmona, doctor en Filosofía y Filología clásica por la Universidad de Friburgo. Es además doctor Honoris Causa por cuatro Universidades de Europa e Iberoamérica. Fue Catedrático de Filología Griega en la Universidad de Salamanca hasta su jubilación en 1998.

La traducción que hace Ortega Carmona de la lengua latina resulta un eco del pensamiento de Cicerón. Una traducción limpia, sin que la verdad del genio latino pierda fuerza ni energía. Enriquecen el libro las abundantes notas que redacta en aquellas páginas donde el texto lo requiere.

Alfredo Pérez Alencart, uno de los más importantes poetas en la España contemporánea, traducido a 30 idiomas, profesor de Derecho del trabajo en la Universidad de Salamanca, escribe una completa síntesis de la vida y la obra de Ortega Carmona. 

Hay varios estilos en la oratoria. Un orador puede estar dotado de una majestuosidad de palabras, vehemente, ameno, serio, pertrechado, dispuesto para preparar y mover los corazones con su gran elocuencia. Por otro lado, están los de estilos sencillo, que todo lo explican y lo hacen más claro, pero con un discurso sutil, con un modo de hablar conciso, sin muchos adornos, con tono moderadamente humorístico.

El orador hará bien en pensar que en todas las personas existe algo ideal, aunque esté oculto, que puede ser enjuiciado válidamente por el que habla, buscando que las palabras se correspondan con las ideas, como si estuviesen unidas e igualadas.

Tres cosas ha de tener el orador a la vista: qué decir, en qué lugar y de qué modo ha de decirlo. Decidir qué se dice es cosa de gran importancia, como si fuese el espíritu dentro del cuerpo. Ese orador ha de reconocer los lugares de las argumentaciones y razonamientos, utilizando ese material de modo prudente.

Una vez ordenado el material y dispuesto a ser comunicado, el orador debe aplicarlo a las condiciones del lugar. Puede parecer irrelevante, pero no lo es. El orador no puede hablar igual en una reunión al aire libre, obligado a improvisar al no tener donde poner las notas, como en el edificio cerrado de una iglesia o un centro cultural donde todo está dispuesto. Si se tratara de conferenciar en el paraninfo universitario, debe hacerlo de manera elegante y racional. Con gusto. Especialmente en una universidad o centro cultural importante, el orador ha de tener claro el tema, la ropa, los gestos, que han de ser tenidos en cuenta y especialmente cuidados.

Expuestas las dos primeras partes del arte de hablar, en la tercera, cómo hablar, se ha de poner atención a varios factores: la importancia de la voz. Ha de ser modulada. Evitar utilizar siempre el mismo ritmo de voz. Puede llegar a aburrir. Ha de haber momentos en los que el orador alce ligeramente la voz y otros en los que ha de bajarla suavemente. No se olvide que el orador puede impresionar al auditorio con una voz profunda.

También importa el movimiento corporal, que ha de ser mesurado, en un rostro expresivo. Los gestos dan a entender con qué sentimiento se expresa el orador.

Hablar bien y conforme a las normas de la oratoria significa hablar con pensamientos pletóricos de contenidos y con palabras cuidadosamente elegidas. Todo lo que conviene al orador debe estar relacionado con el contenido de su pensamiento, con su edad, con el lugar donde habla, con el tiempo que tiene disponible, con el público oyente.

Una confesión: he evitado las comillas por tres razones. Una, para hacer este artículo más fluido. Dos, porque habría tenido que poner comillas en cada párrafo. Tres, porque he querido que el lector entre en contacto directo con Cicerón y con su libro. Todo aquí es de él. Mi trabajo ha consistido en seleccionar entre las 165 páginas los párrafos que me parecieron más relevantes. Ni una sola idea es mía. Esto no es crítica literaria, es una aportación bibliográfica.