La piedad, la obediencia, la santidad y el temor al Señor traen grandes bendiciones a nuestra vida particular y comunitaria y el pecado, por oposición, trae maldición.
Se cuenta en el mundo judío (así lo explica Arthur Green, profesor de pensamiento judío en la Brandeis University) que la Torá que le fue dada a Moisés en el Monte Sinaí fue una manifestación de la “Torá eterna y primordial” (mahashavah) que existió con Dios antes de la Creación. De hecho se nos dice que Dios la consultó para crear el mundo y sentar sus fundamentos espirituales, esto es, las formas y el orden que rigen el mundo de la materia.
Es por esta razón que tanto para la tradición judía como para la cristiana, las Escrituras son sagradas en sí mismas: cada letra, punto y anotación musical es un rayo de luz en sí. También aquí encuentran su eco las palabras de Jesús: “ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo 5:18); y fueron un eco, porque en realidad ya eran un adagio propio del mundo israelita por medio del cual se expresó Cristo en su contexto. Tan sublime es la Escritura para los judíos que algunos de sus místicos y diversas denominaciones meditan en cada letra del alfabeto hebreo creyendo que el mundo emana de ellas, pues es desde ellas que Dios creó.
Según esta fascinante visión, la creación estaría sujeta a un orden divino, a unas leyes espirituales que serían como el alma de la vida, el bien, la belleza, la justicia y la bondad; y el hombre tendría el deber de ser guardián y gobernador de dicho orden (Génesis 2:15). Asimismo, los mandamientos y las leyes que los profetas nos transmitieron no serían solo los de una vida ética y comunitaria, sino las mismas condiciones de posibilidad para la armonía del universo, de modo que quien rompe la ley, tanto en secreto como públicamente, trae caos al cosmos, fealdad, injusticia, maldad y muerte. El pecado nos separa de Dios.
El pecado sería una interrupción del caudal de la luz divina, un dique en el río de la vida —que desciende desde el Cielo a la tierra trayendo revelación, conocimiento y paz. Efectivamente, los mandamientos toman parte en el misterio de la creación no solo en el Génesis, sino a cada instante: cada segundo que nace en la forma de tiempo y cada partícula que conforma el espacio, es un flujo constante del amor de Dios, un espejo en movimiento que refleja su misericordia. En otras palabras, el mundo existe en este justo segundo porque Dios lo sostiene y así lo quiere. Con razón cada mañana es un regalo (y más que cada mañana, cada respiración), porque Él ha decidido dárnosla.
La piedad, la obediencia, la santidad y el temor al Señor traen grandes bendiciones a nuestra vida particular y comunitaria (Deuteronomio 28:1-15) y el pecado, por oposición, trae maldición (Deuteronomio 28:15-68). Mejor dicho, la bendición es el estado natural de un mundo en el que se respetan las leyes que por defecto lo mantienen, y la maldición es la alteración de dichas leyes y el intento del mundo tratando de restablecerse por sí mismo, de donde provienen todas nuestras catástrofes naturales, sociales, económicas, familiares, personales, profesionales y religiosas.
En conclusión, la sanidad está en nuestra santidad tanto particular como colectiva. El santo es amigo de Dios, y Dios comparte todo con sus amigos.
Iván Campillo Moratalla – Doctorado en Filosofía – Valencia (España)
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