Todos precisamos del Señor, no con supercherías o como si fuese un talismán de la buena suerte, sino con verdadera fe en su persona.
Entre la multitud había una mujer que desde hacía doce años estaba enferma, con hemorragias. Había sufrido mucho a manos de muchos médicos, y había gastado cuanto tenía sin que le hubiera servido de nada. Al contrario, iba de mal en peor. Esta mujer, al saber lo que se decía de Jesús, se le acercó por detrás, entre la gente, y le tocó la capa. Porque pensaba: “Tan sólo con que toque su capa, quedaré sana.” Al momento se detuvo su hemorragia, y sintió en el cuerpo que ya estaba sanada de su enfermedad. Jesús, dándose cuenta de que había salido de él poder para sanar, se volvió a mirar a la gente y preguntó:
–¿Quién me ha tocado?
Sus discípulos le dijeron:
–Ves que la gente te oprime por todas partes y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’
Pero Jesús seguía mirando a su alrededor para ver quién le había tocado. Entonces la mujer, temblando de miedo y sabiendo lo que le había sucedido, fue y se arrodilló delante de él, y le contó toda la verdad. Jesús le dijo:
–Hija, por tu fe has sido sanada. Vete tranquila y libre ya de tu enfermedad.
Mc 5:25-34
Este milagro lo conocemos también en los evangelios de Mateo y Lucas. Trata sobre la historia de una mujer que, como tantas otras, vive marginada. Gracias a la intervención de nuestro Señor queda liberada para siempre.
La escena aparece junto a la petición de otro milagro, el de la resurrección de una niña, la hija de Jairo. En ambos se realza el poder de la fe. Curiosamente la niña tiene doce años, los mismos que la mujer lleva enferma. A esa edad la pequeña concluye su vida. La mujer los vive sepultada en el dolor. Son dos milagros a favor de las mujeres, aunque nos detendremos sólo en uno.
La mujer se acerca a Jesús por detrás. Va escondida entre la gente. Sufre hemorragias. La enfermedad, además de tenerla debilitada, le impide ir al tempo, acercarse a cualquier persona, porque se considera que todo lo que toca queda impuro.
No se atreve a dirigirse a Jesús, ¿cómo va a proclamar en público lo que le pasa y lo que quiere? En lo único que tiene seguridad es en tocar el manto con fe: con sólo tocar su manto quedaré curada. Tocar el manto también puede referirse a las borlas que cuelgan de los cuatro picos de la túnica de Jesús, típicas de aquella época.
Conocemos milagros en los que el Señor toca a los enfermos, esta vez es la enferma, la que se vacía de vida, quien toca su ropa como si tocase su piel. Parece un milagro a hurtadillas que de repente sale a la luz en medio de la multitud, una intromisión que retrasa la ejecución de otro, el de la hija de Jairo y que deja, a su vez, al descubierto, la misericordia del Señor.
Jesús nota que de él sale una fuerza que no ha previsto. La curación es instantánea. Ella lo sabe. Las mujeres entendemos de esto.
En ese momento hay mucha gente curiosa en la calle que, como ella, ha salido a ver quién es ese taumaturgo del que todos hablan, y el Maestro distingue entre los simples apretujones un gesto desesperado de fe.
Como está de espalda, pregunta quién le ha tocado. Los discípulos, ajenos a lo que ocurre, ignoran el verdadero motivo por el que Jesús siente interés, y le responden que a qué viene eso si todo el mundo le trastea. Pero lo que Jesús quiere es que sea ella la que confiese su fe delante de todos y pierda el miedo. Digamos que la obliga a delatarse, porque tiene tanto derecho como cualquiera a recibir el milagro. Por otro lado, quiere hacerle entender que su sanidad no está en tocar algo que su miedo le hace suponer mágico, sino su fe.
¡Cuánto desasosiego siente al verse descubierta! Tiembla y teme. No ha actuado según las normas. Pero es que está tan desesperada, lo ha pasado tan mal con los tratamientos de los médicos sin recibir mejoría, y ha perdido todo el dinero que tenía al confiar en estos charlatanes que la han engañado. Sólo sabe que ha oído hablar de este hombre y no puede dejar escapar la ocasión. Él se convierte en su única y última esperanza. Si no la cura, lo que le queda es esperar el toque final de la muerte. Imaginemos a esta mujer que llevaba tantos años recluida, tomando la rápida decisión de salir corriendo a la calle.
Jesús está cerca de los necesitados, de la miseria humana, la mira de frente.
Aunque ella se siente sana desde hace unos segundos, teme lo malo que pueda ocurrirle. Cae de rodillas y con temor confiesa su atrevimiento.
Al ver una fe tan pura y tan necesitada, lejos de reprenderla, el Señor se conmueve y la tranquiliza. Aflora el lado paterno espiritual de Jesús, imagen del Padre celestial y, ante el juicio mediático que seguramente se está produciendo en estos momentos, pronuncia una hermosa sentencia: hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz. Y esta paz que recibe la reconforta, le da seguridad. Le hace entender que lo que verdaderamente importa es la fe.
El dolor humano mueve la compasión de Jesús, le da igual el estatus de la persona. La restaura delante de su comunidad para que pueda llevar una vida digna entre sus vecinos. Los enfermos son considerados pecadores, pero a ella, su familia ya no la verá impura, la religión la considerará como otra más, igualmente la sociedad en la que vive. Ahora puede volver a ser abrazada, besada, participar en el culto y, dondequiera que sea que tome asiento, no quedará indigno para los demás.
Los hechos de Jesús no separan el cuerpo del espíritu. Restablece a la persona por completo.
Sintamos el consuelo que recibe esta mujer. Su fe crece al recibir un milagro que anula toda norma social impuesta. El Dios de la sororidad se hace presente con su empatía.
A pesar de quebrantar la ley ante los fariseos al ser rozado por la mujer, Jesús no le da ninguna importancia. La pureza está en el corazón, no en la vestimenta. Se siente libre de normas. Es más, la felicita por su fe.
Como este conocemos múltiples ejemplos. Sabemos que Jesús recorría Galilea proclamando las Buenas Noticias del Reino. Curaba las enfermedades, todos acudían a él para ser sanados. Tenía y tiene el poder propio de Dios para dar vida. Echémonos confiados en sus brazos.
El testimonio sobre el que reflexionamos nos ayuda, a cada uno de nosotros, a identificarnos con esta mujer. Nos empuja a dar el paso decisivo cuando tengamos necesidad y miedo, cuando nadie apueste por nosotros y no veamos ninguna esperanza. Todos precisamos del Señor, no con supercherías o como si fuese un talismán de la buena suerte, sino con verdadera fe en su persona. De la necesidad brota nuestra súplica, luego no hemos de olvidar ser agradecidos.
Bien. Sabemos que en ocasiones los textos bíblicos sobre mujeres aparecen sin nombre, ese es el motivo por el que en algunos casos me tomo la licencia de ponérselo. Lo hago porque me acerca a ellas, porque alguien sin nombre no puede ser identificado, ni llamado, porque así dejan de ser para mí mujeres anónimas y comienzo a verlas como amigas de otro tiempo. Lo necesito cuando pienso en sus historias. A ella le puse Noa y termino con un poema que escribí hace años. Quise imaginar, en primera persona, cómo pudo sentirse al saber que Jesús estaba cerca.
Yo, Noa,
me hallaba sentada aquel día
tras una de las celosías de casa,
cuando un gran murmullo
inundó por completo la estancia.
¡Jesús, es Jesús!
Alcancé a oír de algunas bocas.
Y algo nuevo
brotó de mis entrañas.
En ese momento
me habría gustado
ungir mis cabellos,
me habría gustado vestir
mi más preciado velo.
Mas fue imposible,
no hubo tiempo.
Conocía sus milagros,
todos conocíamos sus obras.
Y quién, habiendo escuchado de él
no se habría ocupado en buscarle,
aunque fuese a deshora.
Rozar su manto
bastará para sanarme
de estar viva, tan muerta,
expresó mi espíritu abatido,
desbordado de tristeza,
humillado en la derrota.
Oídme.
Cómo no había de entristecerme,
soy Noa, ya os lo he dicho,
la mujer herida
la que gastó toda su esperanza
en busca de otras metas.
Poseo la enfermedad incurable
de quien peca.
Aunque nada se advierta
tengo miedo a ser señalada.
Son tantas las heridas que me muerden,
tanto he llorado mi soledad sola,
tanto mi llanto callado.
Hace tiempo que vivo encerrada,
perdida para siempre.
Hace tiempo que
ningún ser ha entrado
a habitar mi morada.
¿Y si fuera posible?,
no lo dudes,
me dije en silencio,
¡corre!
Tocar su manto quise.
Sólo los que se acercan a él
reciben su fuerza.
Aparentemente,
yo era una más entre aquella gente.
Ante tan gran multitud
nadie se daría cuenta.
Nunca me gustó
poner mi fe en evidencia.
Cuando él pasaba
junto a los damascos
pude alcanzarle
y observar sus rasgos.
Mis manos temblaban,
pero le necesitaba.
¡Ay, ay si en mí se fijara,
si me adivinara cerca!
Oh Jesús, hoy vengo a buscarte,
soy Noa,
herida de muerte
he venido a encontrarte.
He de explicar
que al acariciar su manto
pude sentir su poder
derramarse en mi alma.
Entonces se volvió hacia mí
para hablarme,
para regalarme el tono limpio de su voz
además de sus palabras.
Sé que al verme
supo notar el temor en mis ojos,
mi corazón lo sabe.
¡Quién dice que no es posible renacer,
quién lo duda!
Al verle alejarse
una pregunta
se instaló en mi mente:
¿Qué habría pasado
si en vez de rozar su manto
le hubiera con fuerza abrazado?
¿Qué precio he de pagar
por mirarle de nuevo a los ojos?
Mi derrota, ante su Gloria.
Escuchad,
escrito está morir,
en quien creer mientras vivimos,
a nosotros corresponde.
Lentos se estiran mis días,
de aquel suceso
han pasado más de treinta años
y no en balde
mis labios lo siguen contando.
Anotaciones
Reflexión escrita con la ayuda del Comentario Bíblico Latinoamericano. Nuevo Testamento. Grupo Editorial Verbo Divino.
Comentario del Nuevo Testamento Evangelios Sinópticos Tomo 1. L. Bonnet y A. Schroeder. Casa Bautista de Publicaciones.
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