A Carmen todo aquello le aburría. Ojalá su amiga no se demorase. Quería marcharse ya.
Estaba sentada, aguardando que su amiga enfermera terminase su turno e ir a casa juntas. Parecía una paciente más en aquella sala de urgencias. Varias personas esperaban oír sus nombres para ser atendidas por el médico. Dio a su alrededor un repaso rápido con la mirada. A Carmen no le gustaban los hospitales. Tampoco le agradaba el olor a medicina que impregnaba el aire. Sentía nauseas. Detrás del mostrador dos hombres con bata blanca hablaban en voz baja y revisaban informes. Una de las lámparas del techo estaba fundida, otra parpadeaba con lentitud. Esparcidos por el suelo quedaban restos de alimentos de alguien que no quiso o no pudo alcanzar la papelera.
Frente a ella aguardaba una mujer. El color de sus mejillas hacía sospechar fiebre. Su torso se hallaba apoyado en la pared. Tenía los ojos cerrados. La cabeza inclinada hacia atrás. Carmen advirtió con claridad que su atuendo había sido elegido al azar: un vestido estampado en verde y amarillo y zapatillas de estar por casa. Una de sus manos sujetaba varios pliegos de papeles arrugados.
Lo que observaba no parecía grave, quizás una simple infección. ¿Tendrá hijos?, se preguntaba. No. Si los tuviera estarían aquí con ella, o quizá trabajen a estas horas, o se lleven mal entre ellos, o con ella. Por la edad que aparenta es posible que esté a punto de jubilarse.
Dos metros a la derecha un señor delgado leía un ejemplar de prensa gratuita mientras, por sus venas, entraba el líquido transparente que bajaba, gota a gota, desde una bolsa de plástico. Al poco rato, el hombre abandonó el periódico sobre un asiento vacío y se dirigió al baño empujando con rapidez el soporte de su remedio. Por equivocación entró en el de señoras. Entre los congregados se produjeron miradas cómplices y algunas sonrisas desganadas a causa de sus padecimientos.
A Carmen todo aquello le aburría. Ojalá su amiga no se demorase. Quería marcharse ya.
De vez en cuando se oía por megafonía una voz que indicaba el número de sala hacia donde debía dirigirse alguno de los presentes. Ese momento le parecía el más oportuno para mirar el reloj y comprobar, una vez más, cuánto tiempo había pasado. Por miedo a no encontrar aparcamiento, tenía la manía de llegar demasiado temprano a todas partes.
Cuando llamaron a la señora del vestido verde y amarillo sintió enfado, como si le hubiesen quitado la única distracción que le quedaba. Volvió a mirar la hora.
Por otro lado, alguien que desde un ángulo distinto también observaba a la mujer recién nombrada, se levantó deprisa al notar en sus andares un leve mareo. Le ofreció su brazo y ella no dudó en agarrarse con fuerza. La acompañó hasta la sala de rayos y esperó a que terminara para acompañarla de vuelta hasta su asiento.
¡Qué cosas! Mientras unas personas observan menudencias, otras están pendientes de las necesidades ajenas y se ponen manos a la obra.
Voy por la calle y noto me miran raro
y es porque llevo el pelo relijao en un trapo, ¿y qué?
Mientras ellos en mí se están fijando
cosas más graves están pasando y no lo quieren ver, y no lo quieren ver.
De la canción Me miran Raro. Little Pepe
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