La misión: emocionante y desafiante

“Yo también me llamo John”, se presentó el joven al comienzo de una conferencia sobre misión en Almaty (Kazajstan).

Parecía asiático, y al ver mi asombro, me explicó que había llegado a la fe en Jesús a través de una charla que yo había dado, que había cambiado su nombre de Mohammad por John y que ahora estaba aquí para que yo lo bendijera porque se iba al servicio misionero en Afganistán. “Ora para que sobreviva unas semanas allí”, me pidió. Tengo que admitir que nunca he encontrado una oración tan difícil como ésta. John, un muchacho de Tajik, se iba a marchar a Afganistán. No he vuelto a saber nada de él, pero mientras tanto están surgiendo pequeñas iglesias domésticas por todas partes en Afganistán. ¿Será obra de John? Creo que sí.

Unas semanas de misión, aunque signifique perder mi vida. Esta frase marca la tensión. La misión es cruzar fronteras. Nosotros, seguidores de Jesús, somos enviados a todos los pueblos del mundo (Mt 28:19). Son innumerables las fronteras que separan a estos pueblos: culturas, lenguas, ideologías y sistemas políticos. Y con demasiada frecuencia han construido altas vallas hacia el mundo exterior. Conocer este colorido mundo de pueblos parece una aventura. ¿Y quién de nosotros, los euroamericanos, que se dice que tenemos un gen turístico, no estaría interesado en vivir una aventura tan real?

Entonces, bienvenido a la misión. Cruzar fronteras forma parte de la esencia de la misión. En mis ya más de 40 años de servicio misionero, he podido aprender un buen número de lenguas y culturas nuevas. En innumerables ocasiones me he enfrentado a barreras naturales y artificiales aparentemente insuperables y, sin embargo, he seguido adelante. Todos estos cruces de fronteras han dejado una profunda huella en mí y me han hecho crecer en la convicción de que sirvo a un Señor que es un Dios que obra milagros y que nada, en realidad nada en absoluto, es imposible para él.

[destacate]La liminalidad de la misión encuentra su mejor expresión en la experiencia espiritual de la presencia de Dios en contextos difíciles[/destacate]Por supuesto, la misión supone cruzar fronteras, pero también implica peligros, incluso riesgos para la vida. El apóstol Pablo describe las amenazas políticas, religiosas y naturales a las que tuvo que enfrentarse en sus viajes misioneros y luego pudo experimentar una y otra vez cómo Dios le salvó. No, el apóstol no alaba su fuerza ni su astucia, sino su necesidad y su dependencia de la intervención de Dios. (2Cor. 11:21-33).     

La misión es una inseguridad. Siempre está relacionada con retos y peligros. Y no estamos hablando de una fórmula torpe: sin riesgo no hay diversión. Se trata más bien de experimentar el poder y la fuerza del Señor, a quien se le ha dado toda la autoridad en el cielo y en la tierra. Con estas palabras, Jesús introduce también su Gran Comisión (Mt 28:18). Los discípulos que son enviados por Él al ancho mundo saben lo que Él puede hacer y también saben que les ha prometido estar siempre con ellos, hasta el fin del mundo (Mt 28:20).

La misión es una experiencia límite, pero no sólo en el sentido de cruzar fronteras difíciles y sumergirse en culturas extranjeras. La liminalidad de la misión encuentra su mejor expresión precisamente en la experiencia espiritual de la presencia de Dios en contextos difíciles. Cruzamos los umbrales de mundos en los que el Evangelio aún no es conocido, quizás incluso arriesgando nuestras vidas, pero tan pronto como lo hacemos vemos a Dios de pie, listo para intervenir en cualquier momento. Y esto no debe sorprendernos; después de todo, atravesamos fronteras en la misión porque Él mismo nos ha instruido para que no nos detengamos ante tales líneas divisorias. Como mensajeros en su lugar, caminamos por los senderos que Él conoce y aguantamos los desafíos a los que Él también se enfrentó. ¡Y quién más debería saber cómo dominarlos sino Él, a quien se le ha dado toda la autoridad en el cielo y en la tierra!

De joven, me negué a servir en el ejército soviético y fui juzgado. Fue una época difícil en todos los sentidos. Cada vez que tenía que ir a la siguiente “conversación” con mis torturadores, me temblaban las rodillas. Y un día, de camino a la cámara de examen, más o menos por encima de mi cuerpo, vi una figura de luz que caminaba conmigo. ¡Era un ángel! Nunca había visto uno antes. Pero ahí estaba y con él mi Señor. En un instante, los temores desaparecieron y me sentí más seguro que nunca.

Al momento siguiente recordé las palabras de Jesús que dijo a sus discípulos: “Pero antes de todo esto os echarán mano y os perseguirán, y os entregarán a las sinagogas y a las cárceles, y os llevarán ante los reyes y los gobernadores por causa de mi nombre. Esto os sucederá por dar testimonio. Tomar en serio, por lo tanto, el hecho de no preocuparos de cómo os vais a defender. Porque os daré una boca y una sabiduría que todos vuestros adversarios no podrán resistir ni contradecir. Pero seréis traicionados por padres y hermanos, parientes y amigos; y a algunos de vosotros los matarán. Y seréis odiados por todos los hombres por causa de mi nombre. Y no se perderá ni un pelo de vuestra cabeza. Estad firmes y ganaréis la vida”. (Lucas 21:12-19).

[destacate]Cruzamos las fronteras en la misión porque Él mismo nos ha ordenado que no nos detengamos[/destacate]Como misioneros, cruzamos fronteras, pero nunca nos dejan solos. Lo que Dios espera de sus hijos, lo proporciona también con su especial bendición. Y dondequiera que nos envíe, Él va con nosotros en su Espíritu. Y sí, como misioneros a veces lo arriesgamos todo, incluso nuestra vida, pero en realidad sólo para ganar nuestra verdadera vida. ¿Dónde más podemos hacer las obras que Él, nuestro Señor Jesús, hizo y producir incluso obras aún mayores que éstas?

Esto y nada menos que esto nos prometió cuando dijo a sus discípulos: “En verdad, en verdad os digo: El que cree en mí, las obras que yo hago las hará también, y mayores que éstas hará, porque yo voy al Padre”. (Juan 14:12).

Esta promesa de Jesús, que a todo cristiano normal le parece completamente exagerada e irreal, se hace realidad en los espacios liminales de la misión. Porque allí donde estamos perdidos, donde las fronteras obstruyen nuestro camino y las montañas de problemas se ciernen ante nosotros, allí podemos, con fe, ordenar que desaparezca la montaña y la montaña se moverá (Mt 17:20). Y en ningún otro lugar somos tan conscientes de esto y tan posible como en el uso transfronterizo de la misión.

Por lo tanto, tiene sentido ir a la misión, ya sea en el extranjero o a la vuelta de la esquina en nuestra ciudad. Al fin y al cabo, es el Espíritu Santo quien nos dota de dones especiales y nuestro Señor Jesús el que nos asigna sus tareas misioneras según los dones, y Dios, el Padre, el que obra el poder allí donde los buenos dones de su Espíritu se emplean en las apasionantes tareas de su Hijo (1Cor.12:4-6). Y este poder mueve montañas y resucita a los muertos. No en vano, el apóstol Pablo no anhelaba otra cosa que conocer este poder de resurrección, incluso cuando significaba compartir su sufrimiento (Fil. 3:7). ¡Bienvenidos a la misión!