La diferencia capital entre la religión y el Señor Jesús es, quizá, la expresión de la gracia.
Murray Abraham ganó el Oscar al mejor actor por su interpretación en Amadeus (1984), Al año siguiente interpretó en El nombre de la Rosa (La famosa novela de Umberto Eco) al inquisidor dominico del siglo XIV, un personaje realmente malvado. Lo curioso del caso es que el literato se había inspirado en una persona de carne y hueso, una de esas situaciones que certifican lo de que la “realidad supera a la ficción”. Lo asombroso fue que después de esa película, nunca más se supo de Murray; sólo después de diez años participó en otro film, en un papel menor.
La verdad es que si examinamos detenidamente la historia, hay que reconocer que un sector importante del llamado cristianismo ha vivido muy lejos de lo que el Señor Jesús enseñó. Basta recordar la crueldad y los asesinatos de la inquisición, o las muertes ocasionadas por las llamadas guerras de la religión, para darnos cuenta de que es muy peligroso querer imponer por la fuerza una creencia. Es más, podríamos afirmar que es algo contrario a la voluntad de Dios. Ese querer tener la razón, caiga quién caiga, no tiene nada que ver con el verdadero cristianismo, sino más bien es un producto de nuestra propia maldad y de los deseos del diablo. Querer colocarnos al mismo nivel del Creador y defender nuestra opinión por encima de todos no es más que caer en la tentación más antigua del mundo.
El Señor Jesús nos enseñó a vivir de una manera completamente diferente. Para que podamos comprender hasta donde llega su amor por la humanidad, la Biblia nos enseña que es Él el único que tendrá cicatrices en el cielo, las cicatrices del amor: el libro del Apocalipsis le presenta como un Cordero inmolado, llevando sobre sí las pruebas de que un día fue crucificado por cada uno de nosotros.
La prueba más sublime de que le amamos a Él es que amamos a nuestros semejantes ¡Incluso a nuestros enemigos! No nos preocupamos en primer lugar de defender nuestros derechos, sino de amar. No nos importa tener razón, sino proclamar la verdad llena de gracia: Jesús nunca obligó a nadie a creer en Él. La libertad del hombre es un regalo de Dios, el más valioso después de la propia vida. Él mismo respetó esa libertad que le había regalado a su pueblo, de una manera absolutamente extraordinaria: la Biblia presenta al Señor llorando sobre Jerusalén (Mateo 23:37), con el deseo inquebrantable de bendecir a todos, a pesar de que ellos le daban la espalda ¡Es un rey que no quiere sumisión sino amor! ¡Es un Salvador que conquista desde dentro, que ama la libertad que ha regalado a cada ser humano!
Esa es, quizás, la diferencia capital entre la religión y el Señor Jesús: la expresión de la gracia. Si quieres ver el contraste total, recuerda que en el Antiguo Testamento los que tocaban el Arca, que representaba la presencia de Dios, morían; mientras que los que tocaban a Jesús, eran sanados. Esa sigue siendo la realidad hoy: “Desde lejos el Señor se le apareció, diciendo: Con amor eterno te he amado, por eso te he atraído con misericordia” (Jeremías 31:3 LBLA). ¡Necesitamos disfrutar de ese amor, y regalarlo a los demás!
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