El problema es que la sociedad plural, en general y los cristianos de forma específica, tienen dificultades para aceptar legislación alguna que intente imponer una moral específica, para reconocer algún tipo de documento público ético que se pueda imponer desde la escuela o desde el Estado, aunque en el mundo se hable de la necesidad de una Ética Universal o de mínimos, pero tampoco la sociedad acepta que la iglesia, sea la católica o cualquiera otra, ejerza ningún tipo de magisterio ético que se pueda aplicar a toda la sociedad en su conjunto.
De ahí todas las polémicas entre la/s iglesia/s y los gobiernos laicos en temas morales, sean de moral sexual, en temas de familia -como en el caso del matrimonio gay- o en otros temas de la Asignatura Educación para la Ciudadanía. El mal o el problema puede estar en que estamos mirando desde una óptica que no tiene en cuenta el hecho de la sociedad plural, la sociedad moralmente diversa. A la/s iglesia/s le/s gustaría que se legislara desde sus postulados religiosos y que el único parlamento ético fuera el del magisterio eclesiástico. Por otra parte, cuando desde los grupos religiosos se habla de que las competencias en cuestiones morales le corresponden a la familia, también, casi siempre desde estos ámbitos se está pensando en la familia cristiana. Pero la familia, en la sociedad plural, es también éticamente plural. Los valores morales que emanan de la familia son plurales y tiene diversas vertientes éticas. Por tanto, habría que buscar formas de canalizar todas las vertientes morales y éticas que se dan en el debate público que respeten las características de la ética pública en una sociedad plural, para todos, sean creyentes o ateos.
Cuando no se respeta la pluralidad en el debate público, la sociedad se crispa, la iglesia se pone en contra de los gobiernos, los religiosos en contra de los que desean gobernar para el conjunto plural social teniendo en cuenta aquellas minorías que algunos quisieran dejar en los márgenes de la sociedad.
Así, el caballo de batalla entre la iglesia y el gobierno puede llegar a ser el tema de la familia, el tema de la moral sexual o del matrimonio cuando se legisla sobre la minoría gay, pero en otros casos pudiera ser la marginación de las minorías religiosas como ha ocurrido con los protestantes en España en épocas no muy lejanas.
Cuando no se tiene en cuenta la sociedad plural, surgen las crispaciones, las discusiones, los debates fuertes, los desacuerdos entre las diferentes áreas sociales culturalmente diversas y éticamente plurales. Los consensos se hacen difíciles, las discrepancias hieren las sensibilidades de muchos, la iglesia ya no es un remanso de paz y en los parlamentos políticos se da un espectáculo crispado que no tiene correspondencia con las relaciones de normalidad que se suelen dar en la sociedad éticamente plural. No se dan cuenta de que el consenso se tiene que dar partiendo de que la sociedad es plural y divergente. Lo contrario del consenso sería la imposición de un pensamiento totalitario y único, partiera éste desde el Estado o desde los Gobiernos, o partiera desde el magisterio de la iglesia. Ambas imposiciones, fueran religiosas o laicas, serían igualmente funestas. En España hemos vivido imposiciones religiosas tan funestas como las imposiciones que puedan partir desde los ámbitos políticos.
¿Sabremos situarnos bien los evangélicos ante estas dinámicas éticas plurales? ¿Cómo deberíamos hacerlo?
Los desacuerdos en la sociedad plural son lógicos. El tema estaría en cómo canalizar toda la pluralidad sin que se diera lugar a imposiciones morales contrarias a un posible consenso de la sociedad plural. ¿Es posible una Ética Universal o de mínimos, una ética de consenso en la sociedad plural? No se trataría de renunciar a los propios principios morales a favor de una mejor convivencia. No se trata de ceder nuestro derecho a manifestar nuestros posicionamientos éticos, religiosos o políticos, no es simplemente tolerar al otro al que yo creo equivocado o que pienso que tiene una moral diferente a la mía, sino de crear vías en las que se valore al otro como persona aunque tenga unos valores y unas convicciones diferentes a las que yo poseo por mi creencia religiosa, por mi entorno familiar o por mi ideología sociopolítica.
Hay que trabajar el campo de los afectos y del amor hacia el otro, el diferente participe o no de mi código moral o ético. Es posible que en todo posicionamiento ético pueda existir una mínima parte de razón, una mínima parte de fundamentación ética positiva aunque yo no pueda verlo, quizás condicionado por mi propio código moral, mi cultura, mi religión o mis costumbres.
Muchas veces los evangélicos tenemos problemas con esto, simplemente porque queremos aplicar la Biblia a rajatabla a toda la sociedad plural… pero no tenemos la mente de Dios y, a veces, también podemos equivocarnos.
Hay que tener un cierto sentido de humildad y saber que no siempre vemos todas las cuestiones éticas últimas con total claridad, que vemos, como dice el Apóstol Pablo, “como por espejo, oscuramente”. Tenemos que amar al otro en tanto que prójimo, aunque su código moral nos parezca un error. Todo esto sin dejar de profesar ni defender los valores cristianos en los que creemos. Más bien vivirlos. Será la única forma de comunicarlos.
Los auténticos valores en los que creemos no se comunican en medio de la discrepancia, la imposición o la confusión… sino en medio del amor y del respeto al otro… también al que piensa diferente, al que tiene una ética distinta, al que no podemos nunca odiar. Sería una ética del amor. La vivencia práctica de esa ética y el amor cristiano es el que va a cambiar valores, sin que tengamos que luchar para imponerlos, y va a ayudar a que podamos convivir en paz en la sociedad plural.
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