La resurrección de nuestro Señor Jesucristo enseña la legitimidad de la fe cristiana para llamar a todos al arrepentimiento y la fe en Jesús como el único camino de salvación.
Recuerdo con afecto que uno de mis primeros mensajes en una iglesia cristiana tenía como tema la resurrección de nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos. Desde aquellos días, no he dejado de estar persuadido, y además de una manera creciente, que la resurrección del Señor Jesucristo contiene la esencia de la fe cristiana. Así, por ejemplo, no se puede entender el libro de los Hechos de los Apóstoles si no tenemos en cuenta la resurrección de Jesucristo. La afirmación de la resurrección física del Señor Jesucristo como un hecho histórico, así como su significado, es el meollo mismo del contenido de los mensajes apostólicos de Pedro y de Pablo en los Hechos. Lo vemos incluso en los comentarios de observadores externos a los apóstoles que, sin saber mucho del cristianismo, como es el caso del gobernador Porcio Festo, sí han llegado a la conclusión de que esa fe giraba realmente en torno a una cuestión puntual y definitiva, es decir, acerca de: “un cierto Jesús, ya muerto, el que Pablo afirmaba estar vivo”. (Hechos 25:19). Este testimonio que recoge el historiador Lucas, aparentemente trivial, es, sin embargo de inusitada relevancia, pues muestra, por un lado, cómo se veía el cristianismo desde afuera y cuál era su afirmación central.
La resurrección corporal de nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos no es una enseñanza más de la fe cristiana, sino que es parte esencial de la misma. Tanto es así, que Pablo escribiendo a los Corintios, en su primera Epístola, llega incluso a sostener que si Cristo no resucitó de entre los muertos, es decir, “si todo cuanto esperamos de Cristo se limita a esta vida”, los cristianos “somos las personas más dignas de lástima” (1ª Corintios 15:19). Asimismo, es indudable que son muchas las conexiones entre otras doctrinas cristianas y la resurrección de nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos, pero, en esta ocasión, me gustaría referirme a lo que la resurrección revela acerca del Señor Jesucristo mismo, en concreto en cuanto a su identidad y misión.
Son varios los pasajes a los que podría referirme, pero me gustaría reflexionar en las palabras de Pablo con las que se presenta a la iglesia de Roma, escribiéndoles desde Corinto: “Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos, y por quién recibimos la gracia y el apostolado, para la obediencia a la fe en todas las naciones por amor de su nombre; entre las cuales estáis también vosotros, llamados a ser de Jesucristo”. (Romanos 1:1-6). Pablo relaciona la identidad del Señor con su resurrección en el versículo 4 ya que afirma:“Que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos”.
Notemos, de entrada, que las buenas noticias o el evangelio de parte de Dios con el que Pablo se introduce, tienen que ver con el Hijo de Dios (v.3). Aquel al que las Escrituras presentan como el Hijo eterno del eterno Padre. Anunciado de antemano por el Antiguo Testamento como El que vendría a este mundo para salvarnos, naciendo como descendiente del rey David. De este Hijo de Dios, Pablo afirma que, por medio de su resurrección fue “declarado”, o como dice otra traducción “manifestado”, como lo que era desde toda la eternidad: El unigénito Hijo de Dios. Notemos que esa declaración o manifestación es “con poder” (v.4). El poder de Dios exhibido en su resurrección señalaba al Señor Jesús como ese Hijo eterno del Padre (Juan 2.19 y 10.18). Su resurrección desvela con toda claridad su identidad. No es un profeta más, o un ángel eminente, sino el Dios-Hombre que ha vencido a la muerte. Esta no podía sujetarle (Hechos 2:24). Habiendo obtenido una eterna redención para su iglesia por medio de su muerte en la cruz, (Hebreos 9:12), ahora resucitado, vive para siempre para interceder por ella (Juan 17:9,20; Hebreos 7:25 y 9:24). No empezó a ser Hijo en su resurrección, sino que el poder de su resurrección demostró Quién es realmente nuestro único Salvador: el eterno Hijo de Dios.
[destacate]Jesús no empezó a ser Hijo en su resurrección, sino que el poder de su resurrección demostró que es nuestro único Salvador, el eterno Hijo de Dios.[/destacate]Pero su resurrección coloca a nuestro Señor Jesucristo en un nuevo estado, su estado de exaltación (Filipenses 2.9), y que comenzó con esa su resurrección. Y es que hasta esa vuelta de entre los muertos, el Señor Jesús se encontraba en su estado de humillación que, comenzando con su nacimiento y pasando por la vida que llevó, culminó con su muerte y sepultura. Este es también el otro sentido del vocablo “declaró” que usa Pablo en Romanos 1:3. La resurrección inaugura o abre una nueva fase de su reinado como el Hijo de David. Aquel que ahora, después de su resurrección, ascendió y se sentó a la diestra del Padre, desde El que ha enviado el Espíritu Santo (Lucas 24:49; Hechos 1:4; 2:32,33). Y que es ahora, Él es el Señor del cosmos, de toda realidad visible o invisible. Pero en Romanos 1.4 Pablo alude a uno de esos pasajes del Antiguo Testamento que anticipaban esa exaltación del Señor Jesucristo. Es concretamente el Salmo 2, que se refiere a la coronación de los reyes davídicos, pero que encuentra su cumplimiento final en la entronización de Jesús el Mesías como Señor y único Mediador entre Dios y el ser humano.
El Señor Jesucristo exaltado, reina ahora con el propósito de salvar a su iglesia, a la que se reconoce de entre todas las naciones por su obediencia a la fe (Romanos 1:5). Su coronación, por ello, lleva necesariamente aparejada la misión de la iglesia, de la que Pablo fue hecho Apóstol (Romanos 1:1,5). Por consiguiente, su resurrección nos hace estar persuadidos que la misión de la iglesia de anunciarle no dejará de llevar fruto. Como ya anticipó el profeta evangélico: “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada. Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:10,11). Se cumplirá, pues, la promesa del Padre al legítimo y final heredero de David, registrada en ese Salmo 2:8: “Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra”. Por eso resulta significativo que Pablo finalice su magistral exposición de la resurrección de Cristo en 1 Corintios con estas palabras: “Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano” (1 Corintios 15:58).
En conclusión, la resurrección de nuestro Señor Jesucristo enseña la legitimidad de la fe cristiana para llamar a todos al arrepentimiento y la fe en Jesús como el único camino de salvación. El Señor Jesucristo no es uno más, es el Hijo de Dios, Dios mismo. Su resurrección muestra que Jesús no es un camino más a Dios, sino la única senda de retorno al Padre. Recordar la resurrección implica afirmar el señorío de Cristo sobre todas las naciones para la salvación de su iglesia. Esta declaración puede que no sea popular en estos días, pero es la verdad: solo Cristo salva, solo un Mesías resucitado puede salvarnos. Por eso, podemos estar seguros de que su salvación es cierta, que no es sueño o deseo personal. Jesucristo ha derrotado a la muerte. ¿Nos podemos poner en mejores manos que en las de Aquel que ha vencido a la muerte? Él dijo a sus discípulos: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Juan 14:19). En estos días recuerda que ser cristiano es confiar en Aquel que está vivo de entre los muertos. Por eso los cristianos le tenemos como nuestro Único Señor y Salvador. La resurrección no es, pues, una enseñanza más. Es la evidencia de la identidad de Jesús, y es la base para exhortar a todos a volverse a Dios por medio de Jesucristo. Su resurrección hace inevitable la misión de la iglesia, la de predicar que no hay otro nombre bajo el cielo en el que podamos ser salvos.
Observamos esa convicción en Pablo en el Areópago de Atenas: “Siendo, pues, linaje de Dios no debemos pensar que la naturaleza divina sea semejante a oro, plata o piedra, esculpidos por el arte y el pensamiento humano. Por tanto, habiendo pasado por alto los tiempos de ignorancia, Dios declara ahora a todos los hombres, en todas partes, que se arrepientan, porque Él ha establecido un día en el cual juzgará al mundo en justicia, por medio de un Hombre a quien ha designado, habiendo presentado pruebas a todos los hombres al resucitarle de entre los muertos” (Hechos 17:29-31). Así que, precisamente porque Él está vivo, el sentido final de la vida y el consuelo al afrontar nuestra propia muerte, solo reside en la confianza en Él. Vivamos, pues, a la luz de las palabras de Jesús a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” (Juan 11:25,26). Hagamos nuestra la contestación de la hermana de Lázaro y María: “Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (Juan 11:27).
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