Probaría de otro modo, en lugar de alargar su mano, le estamparía dos besos para ver si sentía algo distinto.
Acababan de presentárselo y al estrechar su mano le pareció tan flácida como un globo medio desinflado. Se preguntó si aquel hombre era sincero en su saludo, si era franco al decir “el Señor te bendiga”. Ya en casa pudo meditar en la corta conversación que habían mantenido. Le pareció un tanto infructuosa y la relacionó con aquella salutación sin fuerza. Percibía como si aquella mano, al parecer carente de huesos, sin firmeza, fuese el preludio del poco carisma que encontraría en aquella persona. Sin embargo, se propuso no juzgarle tan a la ligera, dar futuras oportunidades.
La próxima vez que se tropezaran, pensó, probaría de otro modo, en lugar de alargar su mano, le estamparía dos besos para ver si sentía algo distinto, tanto en el gesto como en la conversación que continuaría después. No es que se hubiera obsesionado, no, más que adivinar comportamientos, quería sacar impresiones positivas.
Una semana más tarde coincidieron en otra reunión. Al finalizar se encontraron en mitad del pasillo, frente a frente, y él, de nuevo, procedió a ofrecerle su mano blandengue, indiferente. Ella, por el contrario, recordó enseguida su propósito y se dispuso a besarlo. Al verla acercarse tanto se sintió abrumado. Dio un paso atrás, como si aquellos besos a punto de rozar su mejilla fuesen a colarse sin permiso dentro de su ser y rompiesen la coraza que tantos años le había costado fabricar. Quiso disimular su nerviosismo y la besó al unísono. Estaba rojo como una amapola. Los ósculos de él fueron gestos derramados al aire, muah, muah, apenas audibles, apenas llegados los pómulos de ella. Pero ahí estaban.
Por el contrario, la mujer dejó sobre su cara las marcas de color rosa de su pintalabios, enmarcados dentro de la línea del perfilador marrón oscuro. La señal quedó grabada como acuarela. Para que los notes, dijo ella para sí. A mí no me importa ir dejando huellas de mis buenos sentimientos.
Durante esta segunda coincidencia, se hicieron entrega de sus tarjetas de visita en las que aparecían, como es normal, el teléfono y el correo electrónico. La tosca amistad parecía tener visos de avanzar.
Después de pensarlo un rato, al llegar a casa ella le escribió un e-mail. Entre los que su ordenador le ofrecía, se ocupó con esmero en buscar un tipo de letra que no hiriera los ojos y eligió, además, un color sedoso. Acto seguido y para que su conciencia la dejase en paz y no le diese más martillazos, se atrevió a enviarle el siguiente mensaje:
Querido amigo, esta tarde dejé grabadas sobre tu rostro las marcas de mi incipiente aprecio, un colorido beso santo en cada una de tus mejillas. Quizá no te has mirado al espejo. Quizá ni lo has notado. Si quieres comprobarlo, mírate. No tengas miedo. No veas malicia donde no la hay. Simplemente te digo que el afecto fraternal hay que demostrarlo, hay que expresarlo de manera que el otro, o la otra, se dé por aludido, que lo sienta cálido. Esa es, sin hacer uso de las palabras, otra manera de decir “que el Señor te bendiga; que la paz te inunde; que el amor te redima". Estos son mis deseos para ti, expresados con mi lenguaje corporal del beso. Volveremos a vernos, en mitad del pasillo quizá.
Fue tan grande el efecto que la sinceridad produjo en él, que la amistad entre ellos se atrevió a brotar. A partir de entonces, él perdió el miedo, se volvió afable y cuando le decía “que el Señor te bendiga, hermana”, lo deseaba de verdad.
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