Tanto la Biblia como los hechos sociales e históricos que estamos viviendo, nos dicen que el ideal de la uniformidad, ese deseado sueño, no se puede cumplir. Es imposible. Tenemos que acostumbrarnos a vivir con la pluralidad, la diversidad, la interculturalidad. Quizás estemos condenados a entendernos dentro de la diversidad o, quizás, el respeto y la aceptación de la diversidad sea la única forma de salvarnos todos.
Hoy vivimos en todo el mundo en sociedades plurales. La uniformidad está condenada y anulada. Vivimos en comunidades humanas provenientes de todos los rincones de la geografía de nuestro pequeño mundo. Comunidades que no pueden ni deben vivir aisladas. Todos somos seres humanos, independientemente del lugar donde hemos nacido, el color de nuestra piel, nuestras lenguas o nuestros acentos. Todos pensamos, todos hacemos valoraciones, todos mostramos nuestros sentimientos, nuestras preferencias, nuestras prioridades, nuestros estilos de vida… pero puede ocurrir que la cultura, de la que hemos mamado y de la que estamos impregnados, dé toques diferenciales a todas esas facetas humanas comunes.
En la interculturalidad
no tienen por qué ser excluyentes ni contradictorios el pluralismo y la unidad. La unidad no es uniformidad. Tampoco hay que establecer jerarquías o niveles de evolución cultural, ni pretender traspasar artificialmente los valores de unas culturas a las otras. Solamente hay que dejarse llevar y darse cuenta que los choques de diferencias entre las personas nunca encuentra la resolución con la imposición de una de las culturas ni con un triunfo negativo de unas culturas sobre otras.
Las culturas nos sobrepasan, no podemos cuantificarlas ni valorarlas desde otros criterios culturales. Nos encontramos ante el otro, el diferente sobre el que yo no debo intentar la derrota ni la asimilación en una especie de conversión cultural, persiguiendo la uniformidad, sino convivir de forma abierta y respetuosa con él. Es abrirme al otro, inmerso en otra cultura y, si llega el caso, dejarme sorprender intentando salir enriquecido con la sorpresa. En cada cultura planea el misterio del Creador y, por eso, son parte del multiforme rostro de Dios mismo.
En la interculturalidad,
no puede surgir ninguna cultura que quiera erigirse en el continente de los valores culturales universales y eternos. Tendería esta cultura a imponer la uniformidad. Es uno de los riesgos de la globalización cultural. Lo que tienen que ir haciendo todas las culturas es ir creando vías de comunicación que, rompiendo la no deseada uniformidad, den paso a poder disfrutar, enriquecerse y vivir la unidad de la raza humana dentro de la pluralidad enriquecedora del mundo.
Cuando hay conflictos culturales, no hay que extrañarse, ni intentar, necesariamente, de buscar la forma de resolver el conflicto buscando vencedores o vencidos. La forma de resolverlo es esforzarse por la apertura al otro buscando la coexistencia en el respeto. El problema de una interculturalidad pluralista, no es otro que el problema de la relación con el otro que, aunque diferente, es igual o superior a mí mismo. Si no es así, podemos caer en el pecado de orgullo de pensar que el hombre digno con el que yo me debo relacionar, es el de tez clara, cristiano, varón, heterosexual, sano y, si es posible, rico. Este es el prototipo del ideal de hombre para muchos que se sitúan en las antípodas del cristianismo aunque se den continuamente golpes de pecho y lean la Biblia diariamente.
La interculturalidad no consiste tampoco en que, entre todos, hagamos una especie de refrito o síntesis de todos los valores culturales de las comunidades diferentes que conviven en un mismo espacio geográfico. Eso tendería a la negativa uniformidad que estamos condenando. La interculturalidad consiste en que yo puedo respetar y no despreciar, incluso, formas culturales que parecen o son irreconciliables con las mías propias.
La interculturalidad no consiste en la simple tolerancia o aguantarme con las verdades culturales del otro, sino en el respeto y la apertura allí donde es imposible tener una verdad cultural que sea común a todos.
Lo único que habría que buscar común, son las normas éticas fundamentales y universales: la paz, la no violencia, la lucha por la justicia, el respeto a la diferencia y el amor y la convivencia entre todos los hombres del planeta tierra… y a esto podríamos ayudar mucho los cristianos si queremos también formar parte del multiforme rostro de Dios al que, quizás, también nos gustaría uniformar a nuestra manera, pero nadie podrá uniformar a su manera el rostro de Dios.
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