Nuestra apreciación de lo que viene decide nuestras acciones en el presente.
Desde el fondo de una cisterna seca el cielo se tapa con la palma de una mano. Esta fue la experiencia amarga del hijo predilecto de Jacob. La ira y la envidia de sus hermanos se descargaron contra él en el día menos esperado. Dentro de lo que cabe, tuvo suerte. Porque si no hubiera sido por la intervención de Rubén, ya estaría muerto. Por lo menos le quedaba su vida. Vendido como esclavo a una caravana que pasó camino a Egipto, su futuro se vislumbraba negro. Terminaría sus días como esclavo en tierras extranjeras, lejos de la casa de su padre.
Pero aparte de su vida, le quedaba otra cosa que no había perdido: su fe en el Dios de sus padres. Esto le daba fuerzas y le equipaba con unas capacidades que le destacarían entre los egipcios. Pero primero, José tuvo que aprender un idioma nuevo, costumbres distintas a las suyas y arreglárselas como podía en este nuevo entorno. Y lo consiguió. Al poco tiempo se convirtió en el administrador de la casa de su amo Potifar.
Sin embargo, las cosas se volvieron a torcer. Víctima de una intriga, ingresó en la cárcel. Cualquiera hubiera dicho que allí todo terminó. Pero no fue así. José no era de esas personas que se resignaban fácilmente. No se dejaba dominar por las circunstancias. Su espíritu emprendedor llamó la atención al carcelero. Poco a poco José se convirtió en su mano derecha. Y esto incluía indudablemente algunos privilegios.
Todos sabemos cómo siguió la historia: finalmente, a sus 30 años, pasó desde la cárcel directamente a la presencia del Faraón de Egipto. Unos sueños preocupantes habían atormentado al rey del Nilo. José sabía interpretarlos correctamente. Egipto estaba ante una catástrofe de primera magnitud: una gran sequía, seguida de escasez de alimentos, amenazaba el poder del reino.
José lo sabía y lo entendía. Ese conocimiento se basaba en información privilegiada de parte de Dios. Pero los remedios para evitar la catástrofe eran de José. Y Dios lo bendijo. El joven hebreo había aprendido lo suficiente en la administración de la casa de Potifar y en la cárcel como para saber cuáles eran las medidas adecuadas. Para eso no le era necesario una revelación especial. Bastaba con sacar las conclusiones adecuadas. Y así fue nombrado primer ministro de Egipto. El país de los faraones no solamente se salvó, sino además se convirtió en una gran potencia. Había crisis en todo el Oriente Medio. Pero no en Egipto. Parece que José conocía la palabra famosa: “nunca desperdicies una buena crisis”1.
Más de un milenio después, otro hebreo se encontraba en un pozo, pero esta vez en Jerusalén. El que corría la misma suerte que José era el profeta Jeremías. El rey de Judá, Sedequías, había dado la orden de meterle allí. Ya no aguantaba las advertencias agoreras de Jeremías. El profeta llevaba años anunciando la caída de Jerusalén y la destrucción del templo de mano de los babilonios. El vaso de la desobediencia de Judá se había colmado. El mensaje de Jeremías dolía: a los judíos no les iban a servir los esfuerzos para defender la ciudad. Estaba todo perdido. Vendrían los babilonios y arrasarían con todo. Y a mucha gente les esperaría un cautiverio largo en Babilonia.
Un mensaje así en tiempos de guerra se considera como alta traición. Y Jeremías sufrió las consecuencias.
Habría sido mucho mejor si Sedequías hubiera tenido la sensatez del faraón egipcio en los tiempos de José. Pero no la tuvo. El desastre para los judíos era inimaginable: finalmente, el templo construido en los tiempos de Salomón ardía. Jerusalén fue reducido a escombros. Y Dios no intervino, exactamente como Jeremías lo había anunciado. La suerte de los judíos estaba echada. Muchos temían que les pasaría lo mismo que a sus hermanos del reino del norte: desaparecerían para siempre.
Pero no fue así. Jeremías mismo lo había anunciado. Poco antes de la destrucción de Jerusalén y la ocupación de Judá por los babilonios, Jeremías compró un terreno en Anatot, una ciudad levita a tan solo unos kilómetros al noreste de Jerusalén. Su precio era de 17 siclos de plata. Se consideraría normal en circunstancias normales. Pero los tiempos eran de guerra. El terreno no valdría para nada, porque sería pisoteado por las tropas de Nabucodonosor dentro de muy poco.
Sin embargo, la compra era simbólica para subrayar que el tiempo para Judá no se pararía. Dios mismo se lo tuvo que explicar a Jeremías que obviamente no entendía nada:
“Como traje sobre este pueblo todo este gran mal, así traeré sobre ellos todo el bien que acerca de ellos hablo. Y poseerán heredad en esta tierra de la cual vosotros decís: Está desierta, sin hombres y sin animales…. Porque yo haré regresar sus cautivos…”2.
Y así fue. La vida siguió porque los planes de Dios siguieron. Unas décadas más tarde, los habitantes de Anatot volvieron a su ciudad3. Y los herederos de Jeremías podían disfrutar su heredad.
En los tiempos de Jeremías, vivía otro judío que ya había experimentado su tragedia personal con antelación. Diecinueve años antes de la destrucción de Jerusalén, Daniel y algunos de sus amigos sufrieron en sus propias carnes las desavenencias entre Judá y Babilonia. Como represalia de la negación del rey de Judá a pagar sus tributos, los babilonios llegaron a Jerusalén a coger lo que creyeron suyo. Y de paso se llevaron algunos de los jóvenes más prometedores de Jerusalén. Entre ellos estaba Daniel, que en aquel entonces tendría unos 14 o 15 años. Igual que José y Jeremías, tuvo que lidiar con estas circunstancias adversas. Lo hizo con rectitud de carácter y una fe inquebrantable en el Dios de Israel.
Sobrevivió como consejero personal de Nabucodonosor y sus seguidores, incluso la caída de Babilonia. Consiguió la hazaña de servir tanto a los babilonios como a los persas sin comprometer sus convicciones. Ni su deportación, ni la caída de Jerusalén, ni la caída de Babilonia afectaron su inquebrantable confianza en Dios. Daniel tenía una clara visión del futuro: los reinos de este mundo se van, pero el Reino de Dios viene. Este conocimiento le permitió estar confiado cuando otros se desesperaron. Lo que Daniel sabía del futuro se basaba en información privilegiada de parte de Dios. Pero las conclusiones que sacaba, eran de él.
Son tres ejemplos de personas que no desperdiciaron una crisis. Podríamos encontrar muchos más ejemplos inspiradores en la Biblia: Noé, Abraham, Débora, Rahab, Rut, David, María, Pablo, Juan. … La lista es interminable.
Todos y cada uno de los tres ejemplos nos enseñan una verdad que no debemos olvidar en tiempos como este: cada desafío es una oportunidad, y cada calamidad una posibilidad para seguir adelante. Lo que todos estos “héroes de la fe” tenían en común, era su visión del futuro. Porque nuestra apreciación de lo que viene decide nuestras acciones en el presente.
Todos tenían información privilegiada. Sabían de parte de Dios lo que otros no sabían. Y esto les permitió tomar las decisiones correctas.
Como creyentes pertenecemos a este grupo de privilegiados y disponemos de información privilegiada. Con las palabras de Daniel:
“Y en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre.”4
A base de esta información, personalmente saco la conclusión: yo no confío en ninguno de “estos reyes”. Ni en su ideología. Ni en sus planes.
Tenemos algo mejor que ofrecer que lamentaciones, amargura, ideas basadas en la envidia o programas chapuceros inspirados por la soberbia humana: la visión del Reino de Dios que se parece a un árbol que “crecía… y se hacía fuerte, y su copa llegaba hasta el cielo, y se le alcanzaba a ver desde todos los confines de la tierra.”5
Con esta visión, cualquier crisis es simplemente una nueva oportunidad para corregir nuestros parámetros y ajustarlos a la meta. Tenemos información privilegiada. Lo nuestro es sacar las conclusiones pertinentes.
Notas
1 La frase se le atribuye a Rahm Emanuel quien fungiera como jefe de personal del presidente Obama en respuesta a la debacle de los mercados financieros en 2008.
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