No nos acostumbramos a ser una iglesia de misión. Nosotros éramos los asistidos, el objeto de los esfuerzos misioneros internacionales. Nuestras ventanas al mundo eran para recibir, aunque la Biblia nos dice que hay menos bendición en el recibir que en el dar o el darse.
Quizás toda esta ayuda nos hizo encerrarnos un poco en nosotros mismos.
Tuvo que costar mucho tiempo y mentalización para que los evangélicos españoles abriéramos ventanas al mundo para ser canales de ayuda, pero, quizás, aún no se ha despertado en su totalidad nuestro espíritu misionero. Y, justo en esta situación, en esta coyuntura ya de libertad y posibilidades de nuevas aperturas al mundo, hete aquí que nuestras iglesias se van llenando en los últimos años de personas de allende los mares y las fronteras. Hombres y mujeres que se nos conforman como posibilidades abiertas de ejercer misión, de romper guetos, de abrirse al mundo sin necesidad de tener nosotros que ir cruzando fronteras.
Cada nuevo miembro de allende las fronteras o los mares, debería ser para nosotros una senda abierta al mundo, una posibilidad de hacer que nuestra iglesia rompiera el gueto, las fronteras, las barreras. Una posibilidad de que nuestras iglesias tomen conciencia de su pertenencia a la iglesia universal, al cuerpo de Cristo, a poder contemplar en el rostro de estos migrantes algo del multiforme rostro de Dios.
Sería una locura que siguiéramos encerrados en nuestra torre prisión o en nuestra Torre de Babel, cerrados al mundo y pendientes de nosotros mismos.
Los inmigrantes nos están ofreciendo la oportunidad de ser conscientes de la universalidad de la iglesia de Dios en donde no puede haber extranjeros, sino comunión entre los hombres. Los inmigrantes son las ventanas al mundo que nuestras iglesias necesitaban para sentirse parte del cuerpo de Cristo, para sentirse parte de la iglesia universal, para eliminar las incomunicaciones propias de la Torre de Babel y abrirnos a un nuevo Pentecostés que nos invita a salir de nuestra torre y encaminarnos al encuentro de los pueblos, de las gentes y culturas del mundo, de gentes de diversas naciones que están enriqueciendo la vida de nuestras congregaciones.
Desde esta reflexión, habría que dar un NO a las iglesias nacionales que quieren permanecer puras formando una iglesia evangélica española, y también dar un NO a las iglesias étnicas. Hay que ir pensando en conformar la iglesia del encuentro universal entre todas las culturas, lenguas, razas y etnias, la iglesia del nuevo Pentecostés que dejan su encierro, sus torres, sean prisión o pertenecientes al espíritu de la Torre de Babel, para abrirse al mundo, a la iglesia universal, al abrazo fraterno entre las gentes y los pueblos. La movilidad de los hombres nos ofrece hoy la oportunidad de vivir abiertos al mundo, de disfrutar de la vivencia de la universalidad, de darnos cuenta de que en la casa de Dios no hay ni debe haber extranjeros, sino hermanos a los que nos unimos en un abrazo fraterno.
Las fronteras se han diluido para la iglesia evangélica en España, podemos abrirnos al mundo y convertirnos en iglesia misionera sin tener que cruzar fronteras ni mares. Es el privilegio que nos ofrecen los inmigrantes que se acercan a nuestras congregaciones con sus culturas, sus lenguas, sus costumbres, sus diferencias de ritual, sus particularidades en la alabanza y en la adoración. Particularidades que hemos de acoger para vivir la interculturalidad dentro de nuestras iglesias con total respeto al otro, al diferente, al que nos abre rutas de universalidad, sendas de enriquecimiento cultural, ventanas al mundo que convierten a nuestro posible gueto en iglesia universal.
Ya no se trata de mera tolerancia, ya no se trata de una acogida asistencialista, aunque cuando sea necesario la practiquemos, no se trata de aguantarnos y frenar los posibles cambios que pueden ocurrir en el seno de nuestras congregaciones, no se trata de esforzarnos por dar cabida a estos extranjeros en nuestras iglesias. Se trata de la alegría del encuentro entre las culturas, de la posibilidad de comunión sin fronteras, de la comunión no sólo entre los creyentes, sino también entre las culturas, la unión en la diversidad, el enriquecerse con el diferente… el inicio de la iglesia universal sin movernos de nuestras ciudades que se han convertido en mosaicos de razas, etnias, lenguas y culturas.
En cierta manera, esta comunión entre los pueblos nos evangeliza, nos da la oportunidad de vivir con mayor intensidad la espiritualidad cristiana que rompe y supera toda frontera o barrera. Nos da la oportunidad de vivencias olvidadas: la práctica de la hospitalidad, de la práctica de la acogida, de la no discriminación, del reconocimiento de la dignidad de toda persona independientemente de su raza, etnia, lengua o cultura, del abrazo fraterno teñido de aromas de universalidad, universalidad que es un anticipo de nuestras vivencias en la nueva Jerusalén, cuando, realmente, se dé el encuentro entre todo pueblo y nación en donde ya será imposible el rechazo al diferente. Será cuando ya todos nos veamos reflejados en el multiforme rostro de Dios.
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