A veces merece la pena moverse por la convicción y saltarse la inmovilizadora prudencia.
–Arturo, eso no es lo que dicen, no están entrando a proteger al gobierno.
Mi amigo Arturo y yo compartíamos piso en Santander, en donde estábamos haciendo el MIR. Él tenía la costumbre de escuchar la radio a media tarde y a la noche. Pasaba un poco de las 6 y veinte cuando me vino a decir que algo estaba pasando en el Congreso; subió el volumen de la radio y escuchamos al locutor describiendo la situación bastante dubitativo. Algo me sonaba mal:
–Arturo, en el siglo pasado entró el general Pavía en el Congreso a caballo. Esto te va a ser lo mismo, esto es un golpe de estado.
–¡Qué va a ser! Dicen que han descubierto una trama terrorista y entran para proteger al gobierno.
No me creía nada. Los acontecimientos probaron que mi intuición era certera. Y seguí intuyendo que la historia del Sr. Borbón era también otra diferente de la que nos contaron, que el discurso famoso había que haberlo dado a las siete de la tarde, no a las tres de la madrugada, que no me encajaba nada eso de que se tardó tantas horas porque los equipos de TV tuvieron que ir esquivando controles militares hasta llegar a La Zarzuela. Siempre he creído que los que pararon el golpe fueron Laína y Sánchez Harguindey a golpe de teléfono desde sus despachos, pero eso no les interesa ahora a ustedes.
Pasó una hora y ya estaba claro que se trataba de un levantamiento militar.
–Arturo, algo tenemos que hacer.
–Pero no podemos hacer nada.
–Ay, si estuviese en Galicia, hacía unas llamadas y salíamos en manifestación ahora mismo, pero… ¡Venga!
Saqué una sábana de mi cama y me puse a buscar un rotulador. No lo encontraba. Busqué entonces un aplicador de betún negro para zapatos y cuando me disponía a escribir “¡Viva a democracia!”, le pregunté a mi amigo:
–Salimos ahí a la Alameda Primera con la sábana y nos ponemos a gritar “¡Viva a democracia!” sí, sí, en gallego, y animamos a la gente a que se nos una y vamos bajando hasta el Paseo Pereda. ¿Agarras tú el otro lado de la sábana?
Mi amigo me miró sorprendido:
–Manolo, estás loco. ¿Qué vamos a hacer tú y yo? ¿Quién nos va a hacer caso?
Y siguió una retahíla de frases de escepticismo a las que no fui capaz de darles la vuelta; realmente todo el país pensaba como mi amigo. Y yo solo no podía extender la sábana. Me quedé en casa.
Al día siguiente las manifestaciones fueron multitudinarias en todo el país, pero cuando había que haber salido no era el 24, sino el 23. Estoy convencido de que, si aquella tarde hubiese tenido alguien para el otro lado de la sábana, la gente se habría sumado y habríamos hecho algo decididamente eficaz para salvar la democracia; la evolución posterior de las cosas demuestra que no era ninguna locura salir en aquel momento a la calle con la pancarta. Pero el prudente escepticismo lo ahogó.
A veces merece la pena moverse por la convicción y saltarse la inmovilizadora prudencia. A veces merece la pena plantarse frente a todas las demoledoras evidencias de corta mira y levantarse como Caleb y Josué ante Canaán: “¡Nos los comeremos como pan!”
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