¿Qué visión tenemos del resto de nuestra vida? Y ¿qué herencia vamos a dejar para nuestros hijos y generaciones futuras?
Las palabras eran de del co-piloto de la nave espacial Apolo 13. Cuando Jim Swigert pronunció aquellas palabras que se iban a hacer famosas en todo el mundo se encontraba a una distancia de 250.000 kilómetros de la tierra. Junto con sus dos compañeros, iba rumbo a la luna. El “problema” era nada menos que la explosión de un tanque de oxígeno en el módulo de servicio del Apolo 13. Pero esto no lo supieron hasta tres días más tarde. Pero una cosa quedaba clara: sus vidas corrían peligro y había poco tiempo para reaccionar.
A partir de este momento, los tres hombres a bordo y el mando de control de la misión en Houston, Texas, se enfrentaron a un obstáculo tras otro al buscar una forma de llevar a los astronautas sanos y salvos a casa: escaseaba el combustible, fallaban las baterías que alimentaban la nave espacial con energía eléctrica y tampoco funcionaba correctamente el filtro de aire provocando un aumento peligroso de los niveles de dióxido de carbono a bordo. Y finalmente, les amenazaba una tormenta tropical que podía haber desviado el módulo de mando de su punto de aterrizaje previsto. Fueron más de tres días llenos de retos interminables que parecían hacer imposible la vuelta con vida de la tripulación.
Sin embargo, capitular ante los problemas nunca era una opción. Día y noche se trabajaba sin parar para encontrar siempre nuevas soluciones a los problemas que surgían. Algunos de estos remedios eran novedosos, a veces completamente improvisados. Nadie jamás se había enfrentado a este tipo de problema. La tripulación del Apolo 13 nunca se había entrenado para una situación así.
Pero esto era solamente una parte de la historia. Durante los cuatro días había personas dentro y fuera de la NASA que oraban por ayuda divina para encontrar soluciones y llegar a un final feliz de la misión.
Jerry Woodfill era uno de los que participaban en los intentos de rescate desde la tierra. Era ingeniero del sistema de alarma del Apolo 13. Fue el hombre que tuvo la idea de construir un nuevo filtro de aire a base de unos tubos, bolsas de plástico, un calcetín y cinta autoadhesiva. Se trataba de un invento improvisado pero genial que salvó la vida a los tres astronautas.
Woodfill está convencido de que sin la ayuda de Dios la tripulación y el centro de control no hubieran podido superar los obstáculos y llevar a los astronautas a casa sanos y salvos.
"Un guión que nadie había redactado parecía guiar el drama", escribió más tarde.
Este hombre, un joven ingeniero eléctrico de 27 años, formaba parte del personal de la NASA que estudió cómo la tripulación podría hacer frente a los crecientes niveles de dióxido de carbono en la cabina. Para agotar todas las posibilidades, Gene Kranz, el director de la misión, llamó a Woodfill.
”Me preguntó por las curvas de calibración del sensor de CO2", escribe Woodfill. “Yo tenía esos datos a mano, no sé por qué. Porque realmente no era mi responsabilidad. Se me cruzó por la mente: esto no puede ser una coincidencia. Hay alguien aparte de mí que tiene su mano metida en este asunto".1
Al final todo salió bien. La construcción casera de Woodfill funcionó. En contra de toda probabilidad, los tres astronautas volvieron a la tierra con vida.
Recuerdo el día de la vuelta. Estaba pegado a la pantalla del televisor para ver el descenso del Apolo 13 a las aguas del Pacífico aquel 17 de abril hace 51 años. Jamás olvidaré las imágenes retransmitidas en directo cuando todos los que estaban a bordo del portaaviones Ivo Jima, se quitaron el gorro y dieron las gracias a Dios públicamente por su intervención.
Lo habían conseguido con la ayuda de Dios. Abandonar nunca fue una opción porque no era una solución.
La avería y el rescate del Apolo 13 es para mí hasta el día de hoy un magnífico ejemplo del refrán: “A Dios rogando y con el mazo dando”. El dicho parece sacado de la Biblia porque así fue en los tiempos de Nehemías2.
La situación era desesperante. Se había levantado de nuevo el templo y se construyeron casas nuevas en Jerusalén después de que la catástrofe del verano del 586 culminara con la destrucción del templo. Pero no había muralla. Jerusalén era como una casa sin puerta, a la merced de los enemigos de Israel. Y enemigos había muchos.
Humanamente hablando la situación era imposible: los persas no iban a permitir levantar los muros de una ciudad notoriamente rebelde. Y si lo hubieran permitido, de todos modos no había dinero para el proyecto. E incluso si hubieran tenido el dinero y el permiso, los samaritanos y los árabes no lo iban a consentirlo.
Todos conocemos la historia. La visión de Nehemías prevaleció. Su historia y el libro que tenemos en la Biblia han inspirado a millones de personas a lo largo de 2500 años a no abandonar y a luchar por su visión y su sueño.
Sin el ejemplo alentador de Nehemías, el moderno estado de Israel no existiría. Fue este hombre quien inspiró a Theodor Herzl a pronunciar la frase: “Si queréis no será un sueño” cuando a todo el mundo la creación de un estado que llevaría el nombre de “Israel”, le parecía una utopía. Fue el ejemplo de Nehemías, lo que dio fuerza y valentía a sus descendientes en mayo de 1948 cuando tuvieron que enfrentarse sin apenas armas y con un solo avión decrépito a cinco ejércitos árabes bien equipados.
Abandonar no era una opción porque nunca es una solución.
El punto decisivo está en la cuestión: ¿Cómo reaccionamos ante los problemas que surgen en nuestras vidas? La respuesta depende de nuestra valoración del futuro y de nuestro entendimiento de la historia.
Donde no vemos futuro o no le damos una valoración positiva a pesar de los problemas, prevalece el victimismo. Nos convertimos por decisión propia en víctimas de las circunstancias o del pasado siguiendo al credo fatalista: “nadie puede cambiar esto”. Ambas actitudes llevan al auto-aislamiento e impiden el progreso hacia nuevas metas y soluciones.
Esto es cierto para una persona individual y también para una sociedad. Y nos lleva al tema que nos planteamos en esta serie: ¿qué visión tenemos del resto de nuestra vida? Y ¿qué herencia vamos a dejar para nuestros hijos y generaciones futuras?
Jugamos con una ventaja decisiva, si somos cristianos: deberíamos tener un proyecto de futuro individual (de nuestras vidas) y colectivo (de la iglesia). Pero no solamente esto: deberíamos tener un proyecto de una sociedad no marcada por valores seculares o ideologías ateas, sino por los principios divinos revelados en la Biblia. Y tenemos información privilegiada que nos permite actuar en consecuencia.
Jesucristo se despidió con estas palabras de sus discípulos: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones…”.
Discipular a naciones enteras es un gran reto que requiere de nuestra parte una idea de cómo llevarlo a cabo. Pero lo que es mucho más importante es ser conscientes de que si el Señor nos manda algo, pondrá los medios para llevarlo a cabo.
Abandonar no es una opción porque nunca es una solución.
O bien las palabras del Señor en Mateo 28 eran utópicas o bien describen una realidad por venir. Y si esa “Gran Comisión” describe el futuro de la Iglesia en este planeta como vencedora -porque esto es lo que indudablemente implica- entonces esta visión del futuro debe moldear nuestra forma de pensar. Hemos apostado por el caballo ganador. La Iglesia no es una asamblea de perdedores felices. Pablo habla en términos de triunfo: somos más que vencedores. El evangelio es poder y llevarlo a las naciones para discipularlas es una gigantesca tarea con interminables retos y desafíos. Pero nos permite además tomar nuestro lugar en este mundo con confianza y una buena dosis de optimismo basado en la realidad que vislumbramos: la victoria final de Cristo y de su evangelio. Por eso no mendigamos por algunas migajas que caen de la mesa de los que administran el mundo. No. Queremos toda la mesa y lo que hay en ella.
Tenemos un problema. Pero también la solución.
Notas
1 https://www.houstonchronicle.com/lifestyle/houston-belief/article/NASA-engineer-says-God-intervened-in-Apollo-13-12852254.php
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