Si hay una demostración evidente de que la vieja y seductora promesa de la serpiente, ‘seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal’, se ha hecho realidad, es esta irreprimible propensión judicial que tenemos.
Aunque haya muchas profesiones a las que podamos dedicarnos, si bien no todas están al alcance de cualquiera, hay una que sí lo está y que de hecho cada uno de nosotros la ejercemos diariamente. Esa profesión es la de juez. La llevamos en nuestro ADN y desde bien temprano la comenzamos a practicar, sin que nadie nos haya enseñado, ni hayamos tenido que estudiar una carrera universitaria. Se trata de la profesión más universal que existe, porque es la más fácil de cultivar y en la que cada cual piensa que es el maestro infalible, cuyas sentencias están todas ajustadas a derecho y razón.
A diferencia de los jueces profesionales, cuyo radio de competencia está limitado, esta otra judicatura entiende de todo y abarca todo, lo celestial y lo terrenal, lo nimio y lo grande, lo pasado, lo presente y lo futuro, lo nacional y lo internacional, lo cotidiano y lo extraordinario, lo secreto y lo público, lo prosaico y lo trascendente, no quedando ningún mortal, ni ninguna actividad humana fuera de su juicio. Si hay una demostración evidente de que la vieja y seductora promesa de la serpiente, ‘seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal’, se ha hecho realidad, es esta irreprimible propensión judicial que tenemos, porque, efectivamente, de lo que un juez ha de saber es sobre el bien y el mal. Y así es como cada uno se erige en un dios, dictando continuamente sentencias a troche y moche.
El problema es que la vieja promesa de la serpiente está viciada desde el origen, porque ¿cómo se va a saber sobre el bien y el mal, estando a espaldas del que ha determinado lo que es el bien y el mal? Desde ese momento, todos los veredictos que se ejecuten saldrán torcidos, porque nacerán de la jactancia de la independencia moral, que es parcial y torpe, estando afectada de la miopía que le impide ver con claridad para emitir un fallo ecuánime.
A pesar de eso, la irrefrenable tendencia a juzgar no conocerá recato alguno y se lanzará en una carrera en la que no dejará títere con cabeza, blandiendo su implacable espada a diestro y siniestro. Y en caso de que algún títere quede con cabeza, será la de aquel con el que se tiene afinidad y simpatía, aunque pronto se quedará sin ella también, si se pierde la afinidad. De este modo, la noble y difícil tarea de evaluar, discernir y juzgar, se habrá convertido en un remedo y parodia.
En vista del estado en el que hemos quedado, de patéticos jueces, pero con pretensión de infalibles, ¿tenemos remedio? ¿Habrá alguna manera de escapar de esa condición? ¿Tal vez la solución sea la de no juzgar en absoluto a nadie y a nada, para no errar nunca? Pero, al hacer eso, estaremos equiparando lo bueno y lo malo, al desentendernos de lo malo, con lo que le concederemos el mismo estatus que a lo bueno, dejando que campe a sus anchas. En ese momento, por el hecho de no juzgar, estaremos haciendo dejación de una función que solo el ser humano, entre todas las criaturas de la tierra, puede y debe realizar.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Lámpara del Señor es el espíritu del hombre, la cual escudriña lo más profundo del corazón.’ (Proverbios 20:27). Aquí se está haciendo referencia a una ocupación que por más necesaria que es, resulta rara que sea practicada y es la de la introspección personal, o en otras palabras, el juicio personal. Que no se trata de un juicio superficial y trivial, lo expone bien el texto, al emplear el verbo escudriñar, lo cual supone un trabajo de investigación y búsqueda minuciosa. De la hondura de esa tarea da cuenta el que ese examen ha de realizarse en las interioridades del ser, no contentándose con quedarse en la superficie, porque de ser así nunca se llegará a la raíz. Todo ser humano tiene la facultad para hacer introspección personal, porque hay una parte de nuestra constitución capaz de ejercerla, la cual se ha traducido en el texto por la palabra espíritu, que denota la parte inmaterial que hay en nosotros, capaz de sondear el interior. Como todo lo que está profundo suele estar fuera del alcance de la luz exterior, es por lo que se necesita una lámpara interior que alumbre en medio de la oscuridad propia.
El trabajo de introspección personal es arduo, porque demanda mucho esfuerzo. Es mucho más cómodo dedicarse a examinar a otros. El trabajo de introspección personal precisa disciplina, porque nuestra tendencia es a evitar lo dificultoso. El trabajo de introspección personal exige rigor, para no ser complaciente y justificar lo que no tiene justificación. El trabajo de introspección personal requiere valor, porque en el proceso de investigación se van a descubrir cosas repulsivas, que no pensábamos que estaban allí dentro de nosotros. El trabajo de introspección personal demanda constancia, porque es una actividad que se ha de realizar diariamente. Y el trabajo de introspección personal reclama resolución para hacer cambios, a fin de extirpar lo que es perverso.
Ese trabajo de introspección personal es tan vital que es lo que puede salvarnos de seguir siendo pretenciosos jueces de todo y de todos, porque primero estaremos siendo jueces realistas de nosotros mismos.
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