Se produce una cierta intranquilidad por el miedo a riesgos en cuestiones de fe o miedos ante posibles presiones a cambios en las formas cúlticas. No estamos dispuestos a cambios de ninguna índole para evitar la ruptura cultural y la ruptura en sus formas de expresión de la espiritualidad cristiana de estos colectivos de allende los mares que acuden a la casa de Dios en donde nadie debe sentirse extranjero.
Podemos fragmentar, así, la vida de la iglesia en espacios culturales, nacionales o extranjeros, ajenos unos a otros. No se da el concepto de interculturalidad que queremos defender a lo largo de estos artículos. Como mucho se da un multiculturalismo estanco en donde los nativistas, obsesionados por un ideal de homogeneidad, se asfixian en busca de no sé qué tipo de pureza que desarrolla cierto miedo a abrirse a lo que sería la iglesia intercultural en donde se produjeran corrientes de interrelación de las culturas y formas de práctica del ritual que facilitara la forma de expresión de los inmigrantes en nuestras congregaciones.
Los nativistas practican cierto culturalismo esencialista que tiende a rechazar la pluralidad y diversidad, que impide las relaciones interculturales y que, en los casos más graves, reduce a los colectivos inmigrantes a ghetos yuxtapuestos que se observa en algunas iglesias en donde hay bancadas en donde se suelen sentar los colectivos inmigrantes.
La realidad es que si se dice que somos humanos porque lo somos con otros, quizás se podría decir también del cristianismo con su fuerte concepto de projimidad. Somos cristianos cuando lo somos junto a otros, en fraternidad cristiana. Es por eso que hemos afirmado que en la casa de Dios nadie se debe sentir extranjero al igual que nadie debe ser fagocitado por la defensa de un territorio de formas religiosas homogéneas y pétreas, buscando no sé qué tipo de pureza como para ponerse a cubierto de la posible contaminación de lo extraño.
Así, muchas veces, los inmigrantes, como nuevos miembros, notan una iglesia fría con una forma de cantar incambiable, con una forma de orar fija y estereotipada, jamás se usa otro idioma que no sea el propio de los nativistas, no se cambia la organización de nada, ni en ningún sentido, para que los inmigrantes puedan conseguir una mejor expresión de la vivencia de la espiritualidad cristiana. Los modos y las formas son únicos, todo tipo de devocional incambiable y, raramente, un inmigrante llega a ocupar un alto cargo de responsabilidad en la organización de la iglesia. Y, a veces, nos extrañamos de que surjan iglesias étnicas en donde se reúnen sólo extranjeros inmigrantes buscando sus formas cúlticas adecuadas a la necesidad de expresión de su espiritualidad.
Los nativistas suelen tener demasiadas prisas por integrar a los diferentes en nuestras formas culturales y nuestras formas cúlticas. Nos da miedo pensar que, quizás, deberíamos hacer cambios para dar respuesta a las necesidades culturales, religiosas y sociales de los diversos colectivos de inmigrantes, los colectivos de “los otros” que pueden llegar a asustarnos un poco. Quizás tenemos miedo de que las auténticas relaciones interculturales en un plan de igualdad y sin pensar que la cultura que debe predominar sea “la nuestra”. Tenemos miedo a los resultados de una interacción cultural en donde no predomine lo nuestro. En el fondo nos da miedo el resultado de esa interacción, miedo a que nuestras posiciones de cultura esencialista y uniforme se sienta modificada dando lugar a posiciones distintas de las que hemos tenido siempre.
Tenemos que evitar todo intento de asimilación o colonialismo religioso. Las culturas tienen que interaccionar en un plan de igualdad en donde, realmente, nadie tenga que renunciar a su cultura para sentirse menos extranjero dentro de la iglesia. El no sentirse extranjero en la casa de Dios debe estar basado en unas relaciones de interculturalidad en un plan de igualdad y de aceptación de la pluralidad y diversidad como parte de la vivencia de ver en la inmigración el multiforme rostro de Dios.
Cualquier tipo de defensa de una endogamia puede ser un principio de decadencia cultural y, si la cultura tiene que ser un sistema abierto en las sociedades plurales en las que vivimos, mucho más en la iglesia. La iglesia en nuestras sociedades, para mantenerse viva, debe ser dialogante, plural, abierta y respetuosa de las culturas que se dan en su seno que deben interrelacionarse en un plan de igualdad. En la iglesia deben convivir visiones del mundo y estilos de vida diferenciados.
Realmente no es necesaria una integración en forma asimilacionista y fagocitaria de las culturas para que nadie se sienta extranjero en la casa de Dios. La búsqueda de la pureza nativista y la homogeneidad puede convertir a la iglesia en un sistema cerrado y mortal. Ahí podría estar el principio de su decadencia.
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