Cuando las palabras van muy por delante de los hechos, esa misma descompensación se convierte en un auténtico problema.
La facilidad que tiene la lengua para proferir palabras grandilocuentes está al alcance de cualquiera; chicos y grandes, iletrados e ilustrados, hombres y mujeres, mandatarios y subordinados, pueden, en un momento dado, decir cosas impresionantes que apabullan por su contundencia y alcance. Tanto en la vida pública como en las relaciones personales, el recurso de la lengua es abundantemente empleado, porque su ejercicio requiere poco o ningún esfuerzo, consistiendo en eso su gran ventaja. ‘Darle a la lengua’ es una expresión coloquial que denota la tendencia a hablar demasiado, con el peligro asociado de ‘irse de la lengua’.
Pero cuanto mayor es la facilidad de pronunciamiento y la grandeza del contenido del mismo, mayor es la dificultad para llevarlo a cabo, estableciéndose así una relación directa entre facilidad y dificultad: a mayor facilidad de decir, mayor dificultad de hacer lo que se ha dicho. En ese sentido es notorio el caso de Simón Pedro, cuyas promesas públicas y vigorosas de fidelidad quedaron, en cuestión de horas, reducidas a la nada, cuando las circunstancias pusieron en evidencia la vana realidad de tales promesas. Aunque también pudiera ocurrir que la persona queda atada por su lengua más de lo que hubiera imaginado cuando efectuó el pronunciamiento, como le sucedió a Jefté, que hizo una atrevida promesa sin pensar que podía acarrearle un altísimo coste personal.
Y es que cuando las palabras van muy por delante de los hechos, esa misma descompensación se convierte en un auténtico problema, porque la desenvoltura de las primeras no tiene nada que ver con la complejidad de los segundos, pues ‘tener la lengua larga es señal de mano corta.’
Como la vida humana requiere de palabras firmes y solemnes, es por lo que tales palabras hacen acto de presencia en determinados momentos, teniendo un peso que les da un carácter trascendente. Cuando un cargo público jura o promete desempeñar fielmente su función, está adquiriendo un serio compromiso ante la sociedad. Cuando unos contrayentes están pronunciando sus promesas al casarse, están vinculándose el uno al otro, sean cuales fueren las circunstancias, ‘en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza.’ Para que esas palabras solemnes tengan validez, se requiere, tanto en el caso de los cargos públicos como de los contrayentes, que tales promesas sean voluntarias, en el sentido de que nadie les obligue a hacerlas.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Lazo es al hombre hacer apresuradamente voto de consagración y después de hacerlo, reflexionar.’ (Proverbios 20:25). Siempre que aparece la palabra voto en la Biblia se refiere a un compromiso del hombre hacia Dios, nunca entre hombre y hombre, de ahí el carácter sagrado que tiene la acción de comprometerse mediante un voto. Además, y a diferencia de los deberes ineludibles hacia Dios, el voto es voluntario, no existiendo ninguna compulsión externa, ni siquiera por parte de Dios, que obligue a efectuarlo. Es, por tanto, no algo que Dios ordena que se haga sino algo que el individuo espontáneamente hace para Dios. Un caso de voto sería el de Ana, cuando se comprometió a ofrecer al hijo que Dios le diera a su servicio. Ana no hizo el voto al sacerdote Elí sino a Dios y lo hizo no porque Dios se lo pidiera, sino porque ella quiso.
Pero a pesar de su naturaleza de voluntariedad, el voto, una vez pronunciado, tiene carácter vinculante, es decir, obliga a la persona que lo ha efectuado. Es lógico que así sea, porque de lo contrario sería tomar a Dios en vano, ya que se le estaría haciendo una promesa en un momento dado y luego revocándola en otro, al antojo del individuo, como si Dios fuera alguien al que se le puede manejar. El voto es libre de hacerse o no, pero una vez hecho es obligatorio. De ahí la necesidad de medir bien las palabras, no sea que vayan más allá de las fuerzas. Por eso este tweet nos recuerda la necesidad de reflexionar antes y no después de hacer el voto, porque en caso de hacerse después, se convertirá en una trampa para el infractor, porque buscará subterfugios para eludir su compromiso.
Cuando Jesús era seguido por grandes multitudes, lo cual es el sueño perfecto para cualquier dirigente de masas, se volvió a decirles unas notables y sorprendentes palabras, al hacerles ver la enorme dificultad del discipulado y, por tanto, la necesidad absoluta de sopesar bien cuáles son los costes del mismo. Lejos de facilitarles engañosamente las cosas, Jesús señaló la realidad de la dureza del seguimiento, para que cada cual fuera consciente de que hay que pensar antes, tomando las medidas necesarias al respecto, y actuar después.
Hay muchos que, en un momento dado, se emocionan alegremente y se comprometen con Dios a cosas que, pasada la efervescencia inicial, quedan en nada. Pero aunque ellos pretendan haberse olvidado del asunto, un día esa palabra con la que se obligaron voluntariamente será una acusación.
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