El deseo de trabajar y de terminar bien lo que hacemos es un reflejo del carácter de Dios. A él le gusta hacerlo todo bien.
El norteamericano Naismith fue el inventor del baloncesto. Un día que sus alumnos estaban aburridos y la lluvia les impedía salir fuera del colegio, se le ocurrió poner una cesta en la que los jugadores tenían que introducir la pelota. Lo que no imaginaba era hasta dónde iba a llegar ese deporte. Es curioso porque Naismith presenció en directo el debut olímpico de ese deporte en 1936: la selección de Estados Unidos venció en la final a Canadá por 19-8... ¡y gracias! No se podía hacer mucho más: la pista estaba completamente encharcada por las lluvias. Más tarde se pensó (y con buen criterio) jugar en pista cubierta y limitar el tiempo de posesión de la pelota para cada equipo.
Casi todo se puede perfeccionar, o al menos intentar hacerlo mejor. Si nuestra motivación es correcta, ese deseo de mejorar siempre será bueno. Y digo lo de la motivación porque a veces detrás de las fuerzas que derrochamos para hacer algo solo vive el orgullo de que los demás reconozcan nuestro trabajo. No es malo que lo reconozcan, pero sí lo es el que busquemos que los demás nos adoren.
La diferencia entre lo bueno y lo malo está en nuestra motivación. Si queremos mejorar lo que hacemos para ayudar a otros y glorificar a nuestro Creador, nuestra motivación es correcta. El deseo de trabajar y de terminar bien lo que hacemos es un reflejo del carácter de Dios. A él le gusta hacerlo todo bien. Cuando vivimos así no nos preocupan tanto las consecuencias de lo que nos ocurra en la vida: podemos ganar o perder, pero vivimos tranquilos porque lo hemos dado absolutamente todo. Hicimos todo lo que pudimos.
Pero cuando nuestra motivación somos nosotros mismos, nos enfadamos cuando perdemos, nos sienta mal que alguien nos critique y no podemos dormir al recordar lo que ha sucedido. El recuerdo de haber sido derrotados viene a nosotros a todas horas, porque lo que estaba en juego era nuestra propia reputación, lo buenos que somos. No estoy hablando solamente del mundo del deporte: demasiadas veces en la vida queremos ganar a cualquier coste. No necesito decir más.
Cuando nos preocupamos de lo que somos y de lo que hacemos resulta imposible disfrutar. Sí, puede que estemos intentando dar lo mejor también, pero con un motivo mucho más egoísta, y los motivos egoístas nos hacen vivir cansados y cargados. Incluso es posible que ese deseo de ganar termine destruyéndonos, porque no sabremos qué hacer cuando ya no seamos tan buenos y llegue la derrota.
Cuando hacemos lo que podemos, sin preocuparnos de nada más, encontramos nuestro lugar. «Por toda la tierra salió su voz, y hasta los confines del mundo sus palabras. En ellos puso una tienda para el sol, y éste, como un esposo que sale de su alcoba, se regocija cual hombre fuerte al correr su carrera» (Salmo 19:4-5). El sol se regocija (¡supongo que me entiendes! ¿no?) porque brilla como un atleta fuerte que corre sin preocuparse de ganar. Se siente feliz brillando cada día y dando luz. Lo hace porque Dios lo creó con esa misión. Si esa es nuestra motivación, somos invencibles. No, no me estoy refiriendo a victorias concretas, sino a la victoria más importante: la final, la victoria de disfrutar cada día de lo que Dios nos dio y hacerlo bien.
Cuando hacemos lo que sabemos, honramos a Dios y le glorificamos. Y eso no lo pueden destruir algunas derrotas temporales y pasajeras.
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