El nombre de Dios no puede santificarse ignorando el mundo o retirándonos de la realidad que nos rodea.
El padrenuestro sale en una parte del sermón del monte donde Jesucristo advierte seriamente que nuestras oraciones no se conviertan en una verborrea pagana.
En este contexto nuestro Señor nos regala la oración más concisa y ejemplar: el padrenuestro. Empieza con las palabras: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”1. La expresión griega para “santificado sea” es agiástheto. Significa literalmente “hacer santo”. Y surge una pregunta lógica: ¿cómo se puede “hacer santo” algo que ya los es?
La respuesta es sencilla. “Santificar su nombre” es reconocer que Dios es Dios. Esto tiene que ver con nuestra relación con Dios. Tenemos la tendencia de oscurecer la gloria divina con nuestra ingratitud, soberbia y maldad. Esto es normal en el mundo. No debería serlo en la vida de un cristiano. Nuestra primera obligación cuando nos dirigimos a Dios es reconocer: Él, y solo Él, se merece todo el honor. Siempre y sin excepción. Nada queda para nosotros. Cuando hablamos de Dios y sobre todo cuando hablamos a Dios debemos ser conscientes de hacerlo con suma reverencia. Es lo opuesto a la frivolidad y la arrogancia que suele ser la actitud de aquellos que no conocen, ni honran a Dios.
Santificamos su nombre cuando le tratamos a Dios de forma distinta que los demás. Por eso no nos dirigimos a Dios como si se tratara de nuestro vecino, compañero o colega. Dios es distinto. Así los judíos siempre lo han entendido. Y este expresa el concepto de “santificar” en su forma de pensar.
Santificar el nombre de Dios está estrechamente relacionado con lo que sigue después: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.” Me temo que esto explica porque nos cuesta santificar su nombre en los tiempos que corren. Parece que falta muchas veces la visión - y también la escatología correspondiente - para luchar por esta gran verdad: en el cielo ya se hace la voluntad de Dios. Pero en la tierra aún queda por establecer. La oración del Señor nos anima, más: nos exhorta a convertir esta verdad en un deseo y una oración: que no solamente en el cielo se haga la voluntad del Señor, sino también en la tierra. Esta es la meta. El creyente jamás se contentará con menos. De paso sea dicho que esto le convierte automáticamente en un disidente del pensamiento corriente que rige en el mundo secular.
Hay una conexión estrecha entre las tres primeras peticiones del padrenuestro: santificar el nombre de Dios está siempre conectado con su Reino. Y el elemento más importante del Reino de Dios es la obediencia a la voluntad de Dios.
Santificar el nombre de Dios, por lo tanto, significa también trabajar por su Reino y el cumplimiento de su voluntad aquí en la tierra, de la misma manera como se hace en el cielo. Como creyentes tenemos el privilegio de luchar para que los reinos del mundo vengan a ser “de nuestro Señor y de su Cristo” (Apocalipsis 11:15).
Este es el énfasis principal del padrenuestro. Y debe ser también el enfoque principal de una cosmovisión cristiana y de nuestras oraciones. De hecho, nos dice algo sobre el enfoque de nuestras oraciones: están dirigidas hacia el futuro. Aquel que no ora o relega la oración en un segundo plan es aquel que piensa que el futuro no importa o que Dios no pinta nada en eso.
Cuando oramos por el Reino de Dios, nuestros familiares, nuestra iglesia, nuestro país y nosotros mismos estamos enfocados en el futuro y reconocemos: nuestro futuro viene de Dios.
La palabra que se traduce “voluntad” en Mateo 6:10 es el término griego thélema. Se refiere aquí a la determinación divina, a las cosas que Él ha decretado antes de la fundación del mundo. Cuando decimos “hágase tu voluntad” nos inclinamos ante los planes de Dios que fluyen de su soberanía y los convertimos en nuestros propios planes. En otras palabras: aprendemos a querer lo que Dios quiere.
De esta manera podemos agradecer a Dios también por los días pasados de nuestra vida. Esto nos conviene precisamente ahora que termina un año que algunos han llamado “el año perdido”2. Así convertimos Romanos 8:28 en algo nuestro. Reconocemos mirando atrás que todas las catástrofes y éxitos, las tragedias y alegrías de nuestra vida forman parte de la perfecta voluntad de Dios. El año 2020 no es una excepción.
Por lo tanto, orar que la voluntad de Dios sea hecha nos lleva al punto de reconocer que nuestro destino, diseñado por un Dios de amor, está completamente relacionado con el cumplimiento de su voluntad.
Y esto nos ayuda a encarar el futuro tranquilos y relajados. De nuevo me parece que tiene una aplicación particularmente importante para nuestra situación actual: mientras el mundo con sus fantasmas y miedos parece ir de mal en peor, de una forma misteriosa pero no menos real, todo se desenvuelve de tal manera que el Reino de Dios avanza y que el plan de Dios se cumple. El que ora al amparo de la soberanía divina, está cada vez más en sintonía con su voluntad, llevado por el empuje y el poder de su voluntad eterna. Y esto convierte al que se ha adentrado en este secreto de la oración en una persona que puede cantar con voz de júbilo y regocijarse en la presencia de su Dios como un niño pequeño en los brazos de sus padres.
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[destacate]Ya que Jesucristo nos enseñó a orar así, no podemos contentarnos con menos[/destacate]Pero si oramos poco o nada esto significa que tenemos otro enfoque de la vida: vemos el futuro como algo que está en nuestras manos y bajo nuestro control. Así lo expresó el autor de la famosa poesía “Invictus”, el inglés William Ernest Henley: “Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”3. Me temo que más que uno simpatiza por la manera como se enfrenta a la vida con esta afirmación.
Sí, es cierto: se puede orar sin tener todo esto en cuenta. Pero precisamente esta actitud frívola convierte nuestras oraciones en una mera costumbre donde falta la profunda esperanza y la fe de Mateo 6:9 y 10. Así la oración se convierte en un ejercicio pagano de querer arrancarle Dios algo que encaje en nuestros planes.
Son precisamente las palabras “como en el cielo” que dan a la tercera petición del Padre Nuestro una audacia insólita. Jamás se nos ocurriría, ni podríamos haber soñado con pedir algo semejante. Pero ya que Jesucristo nos enseñó a orar así, no podemos contentarnos con menos. Es lo que Dios exigió en su momento de Adán cuando le convirtió en el administrador de su voluntad en la tierra. Y es exactamente esto lo que pide Jesucristo ahora de sus discípulos: ser los administradores y promotores de su voluntad en la tierra.
De esta manera es coherente que el rechazo de tomar en serio las palabras del padrenuestro van mano a mano con un cristianismo derrotista, débil y quietista que solo busca lo que considera “espiritual” sin exigir lo que Dios nos quiere dar: el mundo. Y es la razón por la que cierta corriente teológica ha relegado el padrenuestro al milenio. Porque sus seguidores no ven ninguna posibilidad de que la voluntad de Dios sea hecha en este mundo. Pero vale la pena recordar que el Señor empieza su oración con las palabras en modo presente imperativo en griego. Es para ahora.
El nombre de Dios no puede santificarse ignorando el mundo o retirándonos de la realidad que nos rodea. No debemos deshonrar su nombre por nuestra indisposición para creer y obedecer a lo que nuestro Señor nos mandó orar.
El padrenuestro es una oración auténticamente atrevida. Es tal vez el arma más eficaz y a la vez más infravalorado que Dios ha dado a su Iglesia.
Notas
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