El veredicto de Jesucristo ante el fenómeno de oraciones cara a la galería es devastador: no sirven para nada.
“Quien ora no peca”. Esta frase suena tan verídica que casi podría tratarse de una ley natural. Pero Jesucristo lo vio de otra manera.
Todo el mundo conoce el padrenuestro. Sin lugar a dudas es una de las partes más conocidas de toda la Biblia y la oración más famosa del mundo. Pero mucho menos conocido es el contexto. Sale en la parte del sermón del monte donde Jesucristo echa una advertencia seria de no usar la oración como conjuro para conseguir cosas de parte de Dios.
En concreto, Jesucristo habla de dos peligros: querer impresionar a los demás con nuestras oraciones y orar de forma mecánica, sin pensar lo que uno dice, como si la oración fuera una fórmula mágica. Ambas cosas desagradan a Dios.
A los religiosos judíos les encantaba orar en público, tanto en las sinagogas como en las calles. Formaba parte de un ritual que confirmaba en sus ojos una verdad importante: eran santos y tenían un hilo directo con Dios. La gente les trataba por esto con respeto y cierto temor.
Por supuesto, al inicio del siglo XXI no corremos el peligro de querer impresionar a la gente orando en las esquinas de las calles. Más que impresionar, causaríamos cierto estupor. Exactamente lo que consiguió Kenneth Copeland con su famosa oración contra el Covid-19[1]. Cierto, no se encontraba en la calle, pero en un lugar con suficientes cámaras para grabar cada detalle de su “oración”. Lejos de contener la pandemia como pretendía con su espectáculo escenificado, la convirtió en uno de los videoclips “humorísticos” más compartidos en internet. Ni siquiera era necesario cambiar nada. Aunque habrá impresionado a algunos se sus seguidores incondicionales, personalmente pongo este tipo de oración en la categoría de “vanas repeticiones y espectáculo”.
Otra cosa es lo que pasa dentro de las “sinagogas”, es decir, en los cultos habituales y reuniones de oración de nuestras iglesias. No son raros los casos donde uno tiene la impresión de que una oración en voz alta no solamente se dirige a Dios, sino sobre todo a los demás presentes. Más de uno sufre por lo visto la tentación de predicar orando. Otros parecen creer que por aumentar decibelios y gritar, sus voces llegan al cielo con más contundencia y rapidez. En ambos casos, me da la sensación, se está haciendo mal uso de algo que es sagrado: hablar con Dios. Y cuando hablamos con Dios, no hablamos a los demás. Además, el veredicto de Jesucristo ante el fenómeno de oraciones cara a la galería es devastador: no sirven para nada. Quien quiere impresionar a los demás con sus oraciones puede que lo consiga. Y con esto ya ha tenido lo que quería. Lo que pide, realmente, no tiene importancia y desde luego no habrá “recompensa” de parte de Dios.
Que nadie me interprete mal: las oraciones en público tienen su lugar. Pero nunca hay que olvidar que el que ora se dirige a Dios y no a los demás. Y también se aplica lo que Spurgeon dijo en su momento: el que ora en casa no tiene por qué alargar sus oraciones en público.
El segundo peligro que menciona Jesucristo habla de otro fenómeno: la paganización de la oración. Y esto, si cabe, me parece aún más serio.
El trasfondo de Mateo 6:7 trae a la memoria el encontronazo del profeta Elías con los sacerdotes de Baal en el monte Carmelo. Fue el día para decidir quién era realmente Dios: Yahwé o Baal. La historia en 1 Reyes 17 es uno de los episodios más ilustrativos en cuanto al poder divino y su respuesta a una oración que le honra. Mientras que los sacerdotes de Baal invocaban el nombre de su dios según sus ritos y plegarias monótonas, Elías acompaña el espectáculo con sus comentarios sarcásticos. Al final, los seguidores de Baal se rindieron exhaustos. Desde la mañana hasta las tres de la tarde no habían dejado de gritar “Baal, respóndenos”. Pero Baal no respondió.
Entonces le tocó el turno a Elías. Su oración consistió solo en dos frases. Y el resultado fue espectacular. Da gusto leerlo una y otra vez.
No me cabe duda que es este episodio que Jesucristo tenía en mente cuando dijo: “Y orando no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos.”
Parece increíble que precisamente la oración con la que Jesucristo enseñó a orar correctamente y sin usar palabras innecesarias, fue convertida por los representantes del cristianismo institucionalizado en un fetiche que suele ser “rezado” repetidamente sin pensar ni un momento en su contenido. Los budistas tibetanos hacen exactamente lo mismo cuando hacen girar sus molinos de oración para elevar machaconamente sus mantras a sus dioses mudos y petrificados.
Pero no es mi tarea criticar a otras religiones y creencias. Bastante ya tenemos con lo nuestro.
Tengo que ser sincero. Estuve en reuniones de oración, donde tenía precisamente esta sensación: se intenta llegar al trono de Dios por palabrería y con molinos de oración invisibles pero audibles. Pero peor aún: si me miro en el espejo, debo confesar que no me es una experiencia desconocida orar en voz alta y darme cuenta de que realmente no estoy pensando en lo que digo.
Y como a veces no sabemos lo que queremos decir, y el caso es hablar, usamos como muletilla infinidad de veces la palabra “Señor”. No hablaríamos de esta manera con ninguna persona de autoridad aquí en la tierra. Tampoco deberíamos hacerlo con nuestro Padre que está en los cielos.
El Padrenuestro es una oración modelo que nos ayuda y nos enseña como orar. Nunca ha sido pensada para ser repetida como mantra. Pero por otro lado, tampoco es razón suficiente su mal uso por parte de algunos, para expulsarla de nuestros cultos. Indudablemente tiene un valor litúrgico, personal y público. Personalmente prefiero un padrenuestro orado con cabeza y corazón y al unísono con los demás que oraciones improvisadas que simplemente son repeticiones de frases sin pensar. Estoy convencido de que se puede y se debe usar esta oración modélica como parte de la liturgia dominical. Así, por cierto, ocurre en muchas iglesias evangélicas en todo el mundo. Y para eso simplemente convendría explicar su uso en vez de expulsarla de nuestras iglesias.
Orar sin pensar, intentar impresionar a los demás con nuestras oraciones y usar algo sagrado para engrandecer nuestro ego me parece uno de los pecados más extendidos en nuestros templos.
No es la cantidad de palabras la que cuenta, no son los decibelios y no son palabras elocuentes y refinadas las que abren el camino al trono de Dios. Más bien es un corazón humilde y contrito.
Las oraciones más impactantes del NT tienen menos de 10 palabras. Se me ocurren dos: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13). Y el “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” de uno de los malhechores en el monte Calvario (Lucas 23:42). En la misma línea va la oración de Elías: para invocar el nombre de Dios y encender la ofrenda en el monte Carmelo sin mechero, le bastaban menos de 60 palabras. Dos frases. Spurgeon tenía razón: el que ora en casa puede ser breve en público.
No son las palabras, sino el corazón lo que cuenta cuando oramos. Orar no solamente es hablar sin cesar. También es callar en la presencia de Dios. A veces el estado de nuestro corazón nos puede incluso impedir orar en voz alta. Lo vemos en el ejemplo de Ana en el santuario: solamente es capaz de mover los labios ante la pesada carga que llevaba en su corazón (1 Samuel 1:13). Y esto le costó una reprimenda feroz de parte del sacerdote Elí que la observaba.
Pero era la actitud del corazón de Ana la que contaba y así su oración llegó al trono de Dios.
Y eso es un gran consuelo para todos los que a veces no encuentran palabras para expresar lo que quieren decir, sea por tristeza, temor o pecado.
Efectivamente, el que ora también puede pecar. Y sería una pena estropear algo tan valioso como nuestras conversaciones con el Señor con mera palabrería.
Notas
[1] Ver aquí.
La conmemoración de la Reforma, las tensiones en torno a la interpretación bíblica de la sexualidad o el crecimiento de las iglesias en Asia o África son algunos de los temas de la década que analizamos.
Estudiamos el fenómeno de la luz partiendo de varios detalles del milagro de la vista en Marcos 8:24, en el que Jesús nos ayuda a comprender nuestra necesidad de ver la realidad claramente.
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