Podemos amar a muchas personas por lo que significan para nosotros, pero tenemos que reconocer que no hay nadie como Jesús.
Muchos deportistas que marcaron una época con el paso del tiempo terminan siendo injustamente olvidados por los aficionados. George Mikan ha sido uno de los mejores jugadores de baloncesto de la historia. Fue campeón de la NBA con los Minneapolis Lakers en 1949, 1950, 1952, 1953 y 1954. Se llegó a decir que con él su equipo era invencible. Tenemos que recordar que se tuvieron que cambiar varias reglas de la NBA debido a que él dominaba todos los partidos. «Por su culpa» se tuvieron que cambiar los tiros que se podían taponar o la longitud de las zonas. Debajo de los aros, George era el auténtico jefe, así que la zona pasó de medir seis pies a tener doce pies de larga.
Cuando alguien grande aparece en cualquier lugar, deja huella. Hace poco estaba leyendo el Salmo 24 y pensé en la persona que más ha impactado la historia de la humanidad, el Señor Jesús. «Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, alzadlas, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria» (v. 9). La idea es que el Rey de la Gloria, el Señor es alguien tan grande que incluso las puertas necesitan alzar sus dinteles para que entre. Una imagen poética sublime.
Podemos admirar a muchas personas por lo que han hecho, lo que han dicho o lo que han sido. Podemos amar a muchas otras por lo que significan para nosotros, pero tenemos que reconocer que no hay nadie como Jesús. Nadie puede compararse con él. Las puertas tienen que alzar sus cabezas para que él entre y, en contraste, muchas personas tendrán que inclinar las suyas con vergüenza por no haber sabido admirarle.
Es triste que incluso muchos creyentes vivan confiando en un Dios pequeño. Los opacos brillos de la apariencia de las cosas les impiden ver cómo es su Rey: incomparable, impresionante, todopoderoso, imposible de derrotar o reducir... Un Rey que necesita toda la grandeza de un lugar para entrar.
Creo que uno de los mayores problemas de muchas personas en el día de hoy es haber perdido la belleza del Salvador. ¡Van pasando los días y da la impresión de que no le conocemos! No encontramos tiempo para leer su Palabra y verle, no abrimos nuestros ojos con la admiración de entusiasmarnos con lo que hace y dice. Vivimos sin darnos cuenta de que él nos ama y nos cuida. No somos capaces de sumergirnos en su gracia infinita, absolutamente satisfechos de su asombrosa lealtad hacia nosotros, extendiendo nuestras manos hacia el cielo y descansando en él en cada momento de nuestra vida...
Le perdemos de vista en el día a día sin ver como él está en todas las circunstancias, cómo nos habla y nos enseña, cómo se aparece en cientos de situaciones diferentes mientras nosotros estamos ciegos, porque él es el Dios de lo cotidiano, de cada momento, de cada situación, de lo sencillo y lo extraordinario. Dios de cerca y de lejos.
Tenemos que pedir ayuda al Espíritu Santo para aprender a reconocer al Señor en lo extraordinario de lo ordinario. Como aquellos dos que iban a Emaús (¿lo recuerdas?), necesitamos que nos abra los ojos para verle, para saber que está ahí, antes de que sea demasiado tarde. Necesitamos que él abra nuestra mente para que podamos comprenderle, que llene por completo nuestro corazón para no perder jamás su grandeza.
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