El tweet de Dios sobre la falsa gloria

La gloria fue en el paganismo la más alta remuneración a que se pudiera aspirar y el acto de coronación suponía la puesta en escena de su alcance. Nada podía igualarse con ese logro, al ser el reconocimiento público de la conquista realizada. Ya fuera en el campo militar, en el deportivo, en el de las artes, en el del gobierno, en el de los negocios o en el de la ciencia, llegar a la cima de la gloria era la ambición suprema. La aureola que reposaba sobre el favorecido lo hacía destacar sobremanera por encima de los demás mortales y el laurel, la diadema, la guirnalda, la corona o la insignia eran el testimonio patente de que el agraciado acariciaba la inmortalidad o había entrado ya en ella, pudiendo codearse con los dioses.

Pero solamente uno entre cien millones podía llegar a esa posición, quedando el resto de los mortales fuera de esa privilegiada esfera. Porque ¿quién emularía a un Alejandro en victorias, a un Fidias en las artes, a un Creso en las riquezas, a un César en el gobierno o a un Arquímedes en el saber? Esos nombres sin parangón quedaban para siempre asociados con lo que trasciende lo meramente temporal y terrenal, entrando en el panteón de lo sublime y siendo esculpidos con letras de oro para la posteridad.

Pero la búsqueda de la gloria no se queda limitada a los antiguos, pues tal búsqueda late en el corazón humano en cualquier tiempo, por lo que el deseo de sobresalir y recibir el reconocimiento correspondiente está presente ahora igual que ayer y en los mismos campos que entonces se buscó, se busca hoy.

Pero cuando la gloria que se anhela es la que procede de los hombres, entonces se corrompe y se convierte en vanagloria, porque necesariamente es efímera y además está enfocada en la gratificación de la vanidad propia, que en definitiva es el factor esencial que mueve a buscarla. Esa vanidad que impregna tal búsqueda es la motivación que hay detrás de la ambición de brillar, siendo el viciado ingrediente que la echa a perder. Y al proceder de los hombres nunca puede ser la gloria verdadera, porque el juicio humano es parcial y superficial, incapaz de medir y pesar justamente el verdadero valor de las cosas.

El cristiano no está exento de entrar en ese terreno de la vanagloria, al compartir esa tendencia lo mismo que los demás, contra la que debe estar alerta y vigilante en todo momento. Si además ha sido investido de dones especiales el peligro es mayor, al poder ocurrir que se complazca en la ejecución de los mismos. El propio púlpito se puede convertir en un escaparate de exhibición de facultades, a fin de lograr el aplauso de los oyentes. De hecho, el mayor peligro que asedia a todo predicador es el de la vanidad, razón por la cual Dios permite que el fracaso acontezca de vez en cuando, para humillarlo y recordarle que en sí mismo nada es y nada puede. Si el lugar donde se ejerce el ministerio, el púlpito, es factible de vanagloria, eso indica hasta qué punto el pecado es sutil, que es capaz de penetrar y meterse hasta en el mismo sitio donde se proclama la palabra de Dios.

El deseo de que el propio nombre reluzca por encima de los demás puede estar muy presente, cuando se es un destacado dirigente. Que el propio nombre aparezca, que se difunda y que sea referencia, se convierte en el máximo anhelo; de ser así, es señal inequívoca de que la falsa gloria ya ha hecho acto de presencia, porque imperiosamente se necesita el eco en los hombres y su aprobación. Para alguien que persigue ese objetivo no hay nada peor que ser ignorado o quedar excluido u olvidado. 

Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Comer mucha miel no es bueno, ni el buscar la propia gloria es gloria.’ (Proverbios 25:27). La comparación que se establece es entre un acto físico y otro inmaterial, habiendo un paralelismo entre el primero y el segundo. El primero, comer mucha miel, no es bueno en razón del exceso; pero el segundo, buscar la propia gloria, tampoco lo es, no por razón del exceso sino por razón del propósito del acto. Lo que invalida el valor de esa gloria es que el individuo lo que procura es glorificarse a sí mismo y, al hacerlo, aparece el monstruo de la presunción y el orgullo.

Este texto pone en su verdadero lugar a una determinada gloria, al negarle ese honroso nombre. Qué fracasada tragedia, pues, la de quienes emplean la vida en un objetivo totalmente equivocado, en la búsqueda de una consecución que, a fin de cuentas, está hueca.

La verdadera gloria nunca puede proceder de los hombres, quienes son incapaces de otorgar lo que no tienen. Solo hay Uno que la posee y que puede darla, de quien está dicho: ‘Y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria.’ (Romanos 9:23). ¡Qué maravilla! Los desprovistos de gloria verdadera son provistos de ella, por la misericordia con la que Dios manifiesta su gloria.