La fe cristiana misma surgió de los gemidos de liberación del mal. Los confinamientos ofrecen oportunidades para reflexionar sobre los dolorosos orígenes de nuestra fe. Un artículo de J. Kwabena Asamoah-Gyadu.
La pandemia del COVID-19 ha obligado al mundo a enfrentarse a uno de los fenómenos más enigmáticos de la vida humana: la realidad del mal y el sufrimiento. Hay muchas fuentes de maldad en el mundo. Desde el punto de vista bíblico, el mal proviene en última instancia de Satanás, que “ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” (1 Pedro 5:8). El mal también puede provenir de causas naturales en forma de desastres y epidemias. Ciertamente, la Biblia proporciona ejemplos en los que las plagas y las pestilencias son enviadas por Dios como castigo por el pecado humano. Uno de los ejemplos clásicos de esto son las plagas que Egipto tuvo que soportar cuando el faraón se negó a liberar a Israel de la esclavitud. En el caso de Job, vino como una prueba de fe en la soberanía de Dios. También existe el mal moral, que emana de nuestras elecciones pecaminosas, como en el caso de Adán y Eva, en Génesis 3.
La Biblia da cuenta de todas estas fuentes de maldad y presenta el mal como aquello que se opone al bien y que, en última instancia, inflige sufrimiento. Christopher Wright señala correctamente que “todos luchamos por dar sentido a la presencia del mal en medio de la buena creación de Dios”.[1] La crisis del coronavirus ha perturbado la vida de la iglesia y se ha convertido para muchos cristianos en un ejemplo clásico del enigma del mal contra la realidad de un Dios compasivo.
Fue en el apogeo de la pandemia del COVID-19 que la iglesia tuvo que celebrar algunos de sus eventos más importantes: la Crucifixión, la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés. En contextos no occidentales, normalmente estos son eventos que atraen a muchos a la iglesia. Celebramos con procesiones públicas, recreando en tonos alegres la marcha al Gólgota, la tumba y el monte de la ascensión, y lo coronamos con la celebración de la llegada del Espíritu en Pentecostés. Pero estos se celebraron con un humor sombrío en 2020. Parecía extraño, pero era el mismo contexto en el que nació nuestra fe. La fe cristiana misma surgió de los gemidos de liberación del mal. Los confinamientos ofrecen oportunidades para reflexionar sobre los dolorosos orígenes de nuestra fe, cuando los poderes del mal resistieron el poder del Señor soberano. A la luz de los significados bíblicos de estas celebraciones, ¿cuáles son las lecciones teológicas sobre el mal y el sufrimiento que podemos aprender de esta pandemia del COVID-19? En palabras de Wright, los que creemos en Dios, lo conocemos y confiamos en él “nos encontramos desgarrados por el ataque emocional y espiritual” del mal en el mundo.[2]
Durante la Semana de la Pasión de 2020, la CNN mostró el lugar geográfico de la Pascua original en modo de confinamiento. Las calles de Jerusalén estaban vacías, las tiendas estaban cerradas y la gente permanecía en casa. Por primera vez en la memoria viva, la Pascua se celebraba a puerta cerrada. En medio de la pandemia del COVID-19 que ha mantenido a la mayoría de la gente encerrada y confinada, la palabra de Dios a Israel en la esclavitud, “cuando yo vea la sangre, pasaré de largo” fue útil en la Semana de la Pasión de 2020. El episodio original ocurrió en tiempos aterradores cuando Yavé envió plagas para ablandar el corazón del faraón. El hecho de que el faraón necesitara la muerte de los primogénitos, incluidos los de los animales, para liberar a Israel de la esclavitud dice mucho sobre los efectos aterradores del drama en torno a la primera Pascua que ahora celebramos en la Crucifixión. El Cordero de la Pascua es ahora el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Juan 1:36; Hebreos 9:11-14).
La gente a menudo se pregunta por qué se culpa al faraón por su intransigencia si en realidad fue el Señor quien endureció su corazón, según el escritor del Éxodo. Leyendo el texto, parecería impensable que la determinación de un ser humano pudiera ser tan fuerte, que ante tal sufrimiento siguiera persistiendo. Pero eso es lo que sucede cuando los seres humanos insisten en ir en contra de la voluntad de Dios. Creamos la atmósfera para que el mal prospere y el dolor y el sufrimiento resultantes afectan a todos, como en los días del faraón.
El mal puede ser persistente e inexplicable. El adjetivo “santo” (o “bueno”) se añadió a ese viernes años más tarde. La Pasión del Cristo fue una experiencia tan agonizante que en algún momento el sudor de Jesús tomó forma de sangre. El día original de la Pasión fue un día de dolor y pena. Los seguidores de Jesús tuvieron que huir para salvar sus vidas y ponerse a cubierto. Cuando, en la cruz, Jesús clamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», estaba citando palabras del Salmo 22, y esto era indicativo del cumplimiento de las Escrituras en lo que respecta a la crucifixión.
El ataque del mal continuó hasta la mañana de la resurrección. Cuando Jesús mismo se apareció a los discípulos y sopló sobre ellos el Espíritu Santo, todavía estaban en modo de confinamiento. Estaban juntos, “a puerta cerrada por temor a los judíos”, cuando Jesús vino y se puso en medio de ellos y dijo: “La paz sea con ustedes” (Juan 20:19). Así que la primera Pascua se celebró con los discípulos confinados. Cuando los dos discípulos en el camino a Emaús volvieron para dar la buena noticia de su encuentro con Cristo, los demás seguían confinados. Las cosas cambiaron cuando testificaron que Jesús no solo se había revelado a Simón, sino también a varios otros (Lucas 24). La resurrección rompió la espalda del mal al convertir la cruz, originalmente un símbolo de maldición o vergüenza, en un símbolo de gloria. La verdad de la resurrección es que Dios no puede ser confinado. Pedro dio testimonio de ello el día de Pentecostés cuando testificó de Jesús: “Sin embargo, Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque era imposible que la muerte lo mantuviera bajo su dominio”. (Hechos 2:24).
La resurrección no fue simplemente un triunfo sobre los enemigos del evangelio; fue también una destrucción total de sus planes malvados contra el Hijo de Dios y los destinos salvíficos de la humanidad. En la resurrección, Dios salió del modo de confinamiento en ese cementerio. De ahí la pregunta a las mujeres de la tumba: “¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que vive?” (Lucas 24:5). A partir de ese momento, quedó claro que nuestra evidencia del poder del Cristo resucitado debe consistir en personas que dan testimonio en nuestras vidas y en la iglesia del poder activo del Espíritu. John Piper lo expresa de manera sucinta en el contexto de la pandemia del coronavirus cuando escribe que “el objetivo final de Dios para su pueblo es que glorifiquemos su grandeza y magnifiquemos el valor de su Hijo, Jesucristo”.[3]Esa es la obra del Espíritu en la vida humana.
En la ascensión de Jesús, los discípulos estaban tan confundidos que necesitaron una seguridad angélica: “Este mismo Jesús, que ha sido llevado de entre ustedes al cielo, vendrá otra vez de la misma manera que lo han visto irse” (Hechos 1:11). El estado de ánimo queda claro por el hecho de que inmediatamente después de la ascensión, los discípulos se pusieron en modo de confinamiento mientras esperaban la presencia empoderadora del Espíritu Santo (Hechos 1:13). Porque, como dijo Pedro a la multitud el día de Pentecostés, el Jesús que fue crucificado era el mismo que “Dios resucitó” (Hechos 2:32) y, “exaltado por el poder de Dios, y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, ha derramado esto que ustedes ahora ven y oyen” (Hechos 2:33).
En el día de Pentecostés, los discípulos fueron confinados en espera de ser “revestidos de poder”, y Dios no los defraudó, como leemos en Hechos 2. Las dos celebraciones, la Ascensión y Pentecostés, están por lo tanto relacionadas porque, como Pablo señala, es después de la ascensión que Cristo derramó dones sobre su iglesia (Efesios 4:8b). Es decir, cuando la iglesia sale de su modo de confinamiento en el poder del Espíritu, vence y emerge como un instrumento de Dios en un mundo atrapado en las garras del mal. Porque, “cuando ascendió” Jesús “llevó cautiva a la cautividad” (Efesios 4:8a).
En esta travesía desde la Crucifixión hasta Pentecostés, aprendemos que, en última instancia, la determinación del mal no pudo resistir el poder del Dios Todopoderoso. El mal parece prosperar en algunas circunstancias, pero nunca tiene la última palabra en lo que respecta a Dios. “Una tumba vacía está ahí para probar que mi Salvador vive”, como dice una canción góspel popular, pero nuestro mayor testimonio está en el poder viviente del Cristo resucitado. Eso es lo que aprendemos de la historia bíblica de la salvación. El mal puede tener un efecto aterrador cuando vemos cómo los discípulos fueron mantenidos en confinamiento hasta el día de la resurrección. Es sorprendente que las mismas cualidades que se supone que tenía el Cordero de la Pascua en el Éxodo también se atribuyan a Jesucristo. Cristo es nuestro Cordero de la Pascua. Se le describe con palabras escogidas del Éxodo, como alguien cuya sangre es preciosa, “un cordero sin mancha y sin defecto” y que había sido “destinado desde antes de que Dios creara el mundo, pero que se manifestó en estos últimos tiempos por amor a ustedes» (1 Pedro 1:19-20).
Podemos tener diferentes puntos de vista sobre por qué el mundo fue afligido por el COVID-19. Abundan muchas teorías que van desde teorías conspirativas hasta que la pandemia es un castigo de Dios contra el pecado y la rebelión humanos. Cualquiera que sea la razón, Dios tiene lecciones para enseñar a su iglesia en esta época de maldad, sufrimiento y dolor. A través de ella, estamos llamados a reflexionar sobre nuestra relación con él, y como Joel nos invita a hacer, rasgar nuestros corazones y no nuestras vestiduras en arrepentimiento y confiar en que Dios perdone nuestro pecado y restaure nuestra tierra (Joel 2:13; 2 Crónicas 7:14). Esta crisis, señala Piper, nos invita a “hacer de Dios la realidad dominante en nuestras vidas”.[4] ¡En la historia de la salvación de Dios, el modo de confinamiento nunca es una condición permanente porque el mal nunca tiene la última palabra mientras él reina!
J. Kwabena Asamoah-Gyadu es profesor de la cátedra Baëta-Grau de Cristianismo Africano y Teología Pentecostal en el Trinity Theological Seminary, en Legon (Ghana).
Este artículo se publicó por primera vez en la web del Movimiento Lausana y se ha reproducido con permiso.
Notas
[1] Christopher J.H. Wright, The God I Don’t Understand: Reflections on Tough Questions of Faith (Grand Rapids: Zondervan, 2008), 17, 27. ↑
[2] Wright, Tough Questions of Faith, 31. ↑
[3] John Piper, Coronavirus and Christ (Wheaton: Crossway, 2020), 90. ↑
[4] Piper, Coronavirus and Christ, 83. ↑
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