El tweet de Dios sobre el encubrimiento y la confesión

Entre las tendencias más marcadas que hay en el ser humano se encuentra la de guardar las apariencias, que es el método seguido para causar una buena impresión en los demás. Y si esas apariencias son deslumbrantes, entonces el propósito ha alcanzado su meta más elevada. 

Uno de los temas recurrentes en los tebeos que leía en mi infancia era precisamente la crítica humorística a la importancia de las apariencias sociales. Los personajes creados por los dibujantes y guionistas de entonces se centraban en esa cuestión. Así era con Doña Benita, la esposa del sufrido Don Pío, con su irrefrenable afán por conseguir el último modelito de París y de ese modo darse importancia ante sus amigas; o Rigoberto Picaporte, el eterno aspirante a la mano de Curruquita, que quiere impresionar a la madre de ésta, Doña Abelarda, mediante todo tipo de rocambolescos artificios; o los señores de Alcorcón y el holgazán de Pepón, matrimonio cuya aspiración es codearse con los de clase social más alta y, sobre todo, ganar la aprobación de la rica tía Lutgarda, a fin de ser merecedores de su herencia, aunque el incorregible Pepón lo echa todo a perder vez tras vez. En todos estos casos lo que importaba era quedar bien, consistiendo en eso el sentido de la existencia. Pero como en ninguna manera esos personajes eran lo que pretendían ser, ahí radicaba su permanente frustración y lo peor que les podía suceder era meter la pata, quedar en ridículo y que se mostrara la trivialidad y simpleza de sus vidas.

Sería fácil llegar a la conclusión de que como esos tebeos eran de las décadas de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, reflejaban bien la sociedad de aquel entonces, metida en sus estrechos corsés y muy distinta a la de ahora. Pero pensar que la sociedad actual no se rige por tales parámetros es caer en el engaño, porque la prosecución de las apariencias no ha cambiado en absoluto. Cuando los artistas y actrices desfilan por la alfombra roja con ocasión de la entrega de los Oscar en Hollywood, todo es puro oropel y fantasía, donde llamar la atención y sobresalir ante las cámaras y flashes es el sueño deseado. Tras los sugerentes vestidos y los elegantes modelos que parecen envolver a diosas y dioses, no hay más que una avidez de ser lo que no se es y de dar una impresión que no se corresponde con la realidad.

La palabra imagen resume bien el mundo en el que ahora vivimos, porque de lo que se trata, por encima de todo, es de dar una buena imagen, dado que la imagen es lo que importa. Ya sean organizaciones políticas, sociales, religiosas, deportivas, filantrópicas, empresariales o del tipo que sea, la imagen es vital. Si no hay imagen o la imagen es deficiente, no vale la pena todo lo demás. Un mundo en el que la pantalla lo gobierna todo, ha entronizado a la imagen. Y lo mismo ocurre en el terreno personal. De hecho, es factible alterar una pobre imagen física personal mediante programas de retoque y convertir un adefesio en un adonis. El mundo de Facebook es un mundo que gira en torno a la imagen. Es decir, el mensaje de los viejos tebeos de mi infancia no ha cambiado, porque la apariencia de entonces es la imagen de hoy.

Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia.’ (Proverbios 28:13). Aquí nos movemos en el terreno moral, en el que mientras es factible dar una buena impresión exterior a otros, sin que haya correspondencia con lo interior, es imposible hacerlo ante Dios. Aunque el intento viene de muy atrás, prácticamente casi desde el principio, cuando aquel matrimonio encubrió su desnudez con unas hojas de higuera, queriendo proyectar una inocencia que habían perdido. Pero no hay hojas de higuera capaces de tapar la realidad, a los ojos de quien todas las cosas están desnudas y abiertas.

A destacar en este tweet es que solamente hay dos opciones morales: o tapar los pecados o confesarlos y apartarse de ellos. Es decir, no existe una tercera opción que sería la de estar exento de pecado y, por tanto, sin necesidad de taparlo o confesarlo. Hay muchas maneras de tapar los pecados, como disimularlos, justificarlos, aminorarlos, blanquearlos o negarlos. Sin embargo, todos esos intentos están condenados al fracaso, porque el que tal hace no conseguirá salirse con la suya, al no prosperar su empeño. La palabra que se ha traducido por pecados es literalmente rebeliones, lo que pone al culpable en una condición insostenible, porque la rebelión no es ignorancia ni inadvertencia, sino deliberada y consciente insurrección.

Pero la otra alternativa es despojarse de la apariencia de justicia propia, confesar la rebelión y apartarse de ella. Para ello es necesaria una actitud de profunda humillación ante Dios, dando la espalda a lo que hasta ahora se ha venido haciendo. Quien tal hace, alcanza misericordia de parte de Dios y en esa misericordia va incluido el perdón de la rebelión.

Tienes dos alternativas: o seguir pretendiendo ser lo que no eres, camino de corto recorrido, o, ante Dios, dejar de ser lo que pretendes que eres y admitir lo que en realidad eres.